La mirada perdida de Jacinto Martínez como la de los alucinados se clavaba sobre la pared de ladrillo.
Por: Ubaldo Manuel Díaz
Parecía la de un peregrino que no ha podido cumplir una promesa, la de alguien que ha perdido algo sin saber exactamente qué. Estaba a punto de comer una rabadilla de pollo flaco rodeado de trocitos de zanahoria, tomate y cebolla. Por momentos contemplaba el campanario de la iglesia que estaba al borde de parir las 12 campanadas de la noche buena.
Un grupo de niños con panderetas artesanales cruzan la plaza principal mientras devoran con ansias una torta pobre, adornada con merengue y cereza en la parte superior. Como en el final del armisticio de una guerra se escuchaban tronar esporádicos “totes” arrojados furtivamente por los infantes que reían sin parar, ante la mirada severa de sus padres. La Navidad estaba a punto de llegar.
Él anciano Jacinto Martínez seguía silencioso sentado en una silla donada por un programa del gobierno a los menos favorecidos. Un estrecho pasillo comunicaba con una sala pequeña que hacía las veces de alcoba donde había una cama destartalada sobre unos ladrillos, sin colchón, con tres patas. Allí permanecía un muñeco de pasta, sin brazos, del tamaño de un bebé. Un baño comunitario, dos sillas, un perro flaco, una mesa de noche completaban el cuadro. El televisor mostraba al legendario Jorge Barón vestido de blanco, impecable con mandíbula cuadrada y labios de ventrílocuo, alzar el brazo derecho y decir: ¡entusiasmo! !entusiasmo!…

Papá Noel mira en su computador la lista de regalos. O las cartas de los niños, que hace años no le llegan en papel sino vía mail.
Para Jacinto serían 81 navidades en los calendarios de su existencia, pero esta era diferente. Desde hace 20 días con disciplina espartana y abnegación se sienta en la sala del estrecho y pequeño albergue ver pasar la vida por la ventana desde que el conflicto armado lo sacó junto a 60 familias campesinas de una de las veredas perdidas del sur de Bolívar. A su lado un grupo de niños con ojos asustados contemplaban a través de una buhardilla el bullicio de afuera: un antiguo jefe “para” con cara bonachona y vestido de papá Noel canta villancicos y reparte regalos. Por la actitud en sus rostros, los pequeños no entendían qué estaba sucediendo. Una celebración ajena a ellos. El hombre con cara de bruto o mejor embrutecido por el licor saludó a los niños y les vociferó: -¡feliz Navidad!- – Feliz Navidad- ¡Jo¡, ¡Jo¡ ,¡Jo!.
Jacinto Martínez seguía sentado en la misma silla mirando a Jorge Barón que pasaba el micrófono a una mujer que le enviaba saludos a su progenitora en algún lugar de la geografía del país. En ese instante irrumpió en el ambiente una fornida mujer con un rosario de niños desarrapados y me interpeló:
– ¿Usted es el que bautiza?
Jacinto sin dejar de mirar la televisión le contestó:
– Sí. Él es el cura, el que bautiza.
– Quiero que me bautice a estos pelaos que están “moros” (así se les dicen en estos pueblos a los niños que no han recibido el bautismo).
Los moros seguían ahí, agarrados a la falda de su progenitora, escrutándome con la mirada. Uno de ellos vestía una franela raída que tenía el letrero “Hello Kitty”.
Las campanas repicaron, dando a luz a la nueva Navidad. El Niño Dios había nacido, los cables de televisión mostraban cómo o con quien la pasaron este año los famosos. Afuera los voladores surcaban el espacio sideral como pequeños proyectiles. En la plaza principal sonaba una sirena anunciando que el año expiraba, personas intercambian abrazos, regalos y venturas para el año que viene. Jacinto y los “moros” seguían mirando pasar de lo que quedaba de la noche y escuchaban en extramuros a un grupo de niños cantar: “Mamá donde están los juguetes”.
*Ubaldo Manuel Díaz: Sacerdote premio nacional de cuento y poesía Ciudad Floridablanca, premio pluma de Oro de periodismo 2018. Email: sinuano1817@yahoo.es