El nombre de Belisario revoloteó como una abeja en el aire desamparado de la casa de infancia. Papá estaba atribulado por el infortunio del desempleo, cuando ya se acercaba a sus sesenta años.
Por: Gustavo Tatis Guerra
Papá estaba atribulado por el infortunio del desempleo, cuando ya se acercaba a sus sesenta años. Y el único nombre que salió a relucir sobre el mantel de la casa fue el de Belisario. Con la mansedumbre sacerdotal del que encaraba la pobreza con dignidad, mi padre, alumno aventajado del padre Anselmo Percy y de Rafael García Herreros, empezó a escribirle una carta en tinta verde que parecía un largo poema de la desolación.
Su prudencia extrema y su ética blindada en su alma franciscana, le decía que no debía escribirle a nadie, pero Yola, mi madre, lo puso contra la pared: escribes esa carta o nos vamos al abismo. Mi madre leyó la carta con el ímpetu de los días contrariados, y bajó de la nube a mi padre: no dices lo importante, que estás desempleado.
Auxiliado por el embrujo de la poesía, mi padre le dio mil vueltas a su realidad, y con un banderillazo magistral, acertó a contarle que era amigo de su hermano Jaime y su vida había transcurrido en los pueblos del Caribe como juez en Córdoba, Sucre; Mompox, y en el sur de Bolívar. Más temprano de lo que canta un gallo, Belisario le respondió a mi padre y le dio una salida a su desespero.
Años después, la vida atornilló sus milagros. Me llegó al periódico una carta manuscrita de Belisario felicitándome por una entrevista a García Márquez en 1992, en El Universal. Y junto a la carta de mi padre y la que acababa de recibir, se abrió una puerta, para conocer al hijo de un arriero de Amagá, sobreviviente de la pobreza, un señor sacerdotal cuyo mayor infortunio fue haber sido presidente de Colombia, y haber tenido que padecer el holocausto del Palacio de ‘injusticia’ y la tragedia de Armero, en el noviembre más espeluznante de la historia del país, en 1985.
Pero más allá de todo eso, lo que prevalece luego de su partida, además de su espíritu pacifista en medio de la guerra y su pionera semilla en los procesos de paz que, treinta años después, dio frutos en el desarme de los guerrilleros de las Farc, más allá de su vocación por las artes, su clandestina tentación de escribir y pintar, lo que permanecerá vivo y perdurable como su alma errante, son los poemas que me regaló en 2009, ‘Poemas del Caminante’, el único libro de poemas que escribió, evocando cada paisaje de un viaje deslumbrante que lo acompañó hasta el final de sus 95 años.
Dos años antes del holocausto, en la celebración de los 450 años de Cartagena, el milagro de la vida me llevó a compartir en una misma mesa delirante en el Baluarte de San Ignacio, la cena gigantesca de aquella noche en la que estaba un príncipe asustado y tímido, el hoy Rey Felipe de España, el presidente Belisario, el Premio Nobel Gabriel García Márquez, que fue cargado por el pueblo y llevado hasta la puerta de la Alcaldía, y el escritor les decía a quienes lo llevaban: Déjenme aquí en la puerta… porque no los van a dejar entrar. Estaban en la misma mesa Fabio Lozano Simonelli, Margarita Vidal, con quien García Márquez había bailado vallenatos en el Muelle de los Pegasos, y una fila interminable de invitados colorados, todos ensacados o vestidos de blanco.
Su regalo vuelto a ver, es un tesoro literario. Escribió esos poemas secretamente en sus viajes por el mundo. Era Belisario Betancur, un ser de una sensibilidad artística. A lo largo de su vida, se consagró en traducir a los poetas que lo habían hechizado desde niño: al griego Cavafis, cuyo poema de la ciudad, es la música del que, al alejarse, se lleva la memoria de la tierra en el corazón. De tanto leer a los griegos, había aprendido a hablar y leer en griego. Pero también tradujo al ruso Pasternack, al africano Sédar Senghor, y al inglés Dylan Thomas.
En sus poemas encuentro versos y metáforas inolvidables, como “Al fin y al cabo todo es muerte, menos la muerte”, “En vez de hablar, al viento se le oye en noches gemir/ nadie llama ya a la puerta/ abierta al corazón/ Pregúntenmelo a mí”, “ya habías partido sin haber llegado/ o te habías muerto sin haber nacidio”, “casa espejo se fuga de la casa/ dejando yertas imágenes antiguas/ en su tristeza llana”, y en poemas dedicados a Dalita, como ‘Elegía de la rosa’, recupera con esplendor el instante en que el poeta Rainer María Rilke, se desangra luego de entregar una rosa a su amor. Y en ‘Anunciación’ de la ocarina, celebra en Dalita, su vocación de ceramista, sus manos moldeando el camino del agua: “Caía la lluvia como si lloraran muchos pájaros a la vez”, “se empinaba la lluvia sobre los grumos de la greda/ volviendo a ser nube”. Descubro poemas acabados y hermosos como ‘El caminante’: “quise ser el que entraba y salía de las horas/ casi siempre de paso, el que cruzaba del éxtasis al vértigo y aquel que lo apuraba todo con delirio”.
Belisario, como presidente, convirtió la Casa de Nariño en la más grande galería de arte del país. Muchas veces se escapó del tormento presidencial para conversar al atardecer con Alejandro Obregón. Se camuflaba entre los turistas en Cartagena, y llegaba en coche a la casa del artista en la calle de La Factoría. Allí lo captó con su lente Germán Molano, empinándose en el empedrado, tocando el timbre de la casa. En su gobierno nombró a la pianista Teresita Gómez en la Embajada de Alemania. Y al músico Francisco Zumaqué, agregado cultural en Alemania. Y condecoró a Rafael Escalona, a Leandro Díaz, a los grandes juglares del país. Fue el primero en celebrar con orgullo la legitimidad cultural de la música tradicional y de la literatura. Solo a él se le ocurrió la complicidad de celebrar el Premio Nobel de Literatura a García Marquez, y respaldar un vuelo con 90 colombianos a la fiesta histórica de Estocolmo.
Un día no tan lejano, recibí la llamada de mi amiga Francia Escobar, de Bogotá, a quien Belisario consideró siempre un hada madrina de las artes en el país. La llamada era una invitación a la casa de Belisario. Llegué a Bogotá y fui recibido por un conductor que me llevó a la casa del poeta. Con la dulzura de un papá, Belisario me recibió en su casa y me dijo: ¡Bienvenido poeta! Y yo le respondí: ¡El poeta es usted! Dalita, su segunda y definitiva sombra iluminada, me recibió con su sonrisa bondadosa, y pasé una tarde de muchas horas en su casa, compartiendo un almuerzo de fríjoles, carnes, verduras, un vino, y una conversación que se abrió como un bosque por los caminos de la poesía y las artes.
Al final, Belisario me condujo a su biblioteca personal y me regaló un libro empastado de hojas blanquísimas que tenían una leve sombra de hojas de un jardín árabe. Y junto a ese libro en blanco en el que él deseaba que escribiera mis poemas, me entregó el formidable libro ‘One River’, del explorador británico Wade Davis, que desentrañó el espíritu y la memoria de la selva amazónica. Solo conversamos sobre aquella infancia y su pasión por saltar de un vagón a otro en un tren vertiginoso, y su encuentro con Albert Camus, a quien encontró en un café de París, y compartió con él sus perplejidades sobre la belleza y el drama del ser humano en el mundo.
Epílogo
Papá dejó en vilo su escritura. Mamá estaba contrariada porque aquella carta parecía infinita. El sobre azul y rojo estaba sobre la mesa. Mamá esperaba que él cerrara el sobre con la carta dentro. Papá tenía el semblante muy pálido. Se levantó y se recostó en la pared. “¡Me está dando la pálida! ¡Me está dando la pálida!”, dijo. “¡Déjate de eso!”, dijo mi mamá dándole fuerzas. “Ya saldremos de esta encrucijada”, lo animó.
Entonces, Belisario, en un instante en la biblioteca, oyendo mi propio silencio, recordó al hombre de la carta: ¿Entonces tú eres el hijo de Honorio? Sí, le dije. ¡Qué gran ser humano tu padre!