Así dijiste alguna vez, Aníbal, y son esas puertas abiertas de par en par lo que hace multiplicar a los hijos que esta ciudad adopta y pechicha como a cualquier otro de los suyos.
Por Álvaro Suescún – Texto publicado en Latitud, El Heraldo – Cortesía del autor
Tal vez por eso, cuando querían saberlo, respondías: “Nací en Barranquilla cuando tenía tres años”. Aquel niño que fuiste pensaba que a la vida le faltaban muecas y le sobraban las peleas, no porque fueras débil, porque flaco como siempre fuiste tenías los arrestos para medirte a cualquier actividad física, por exigente que fuera. Alguna vez dijiste, para explicarlo, que intentabas sobreponerte a tus flaquezas para mostrar el carácter del que debiste hacer gala en las peores dificultades.
En la calle Medellín, donde los arroyos lavaban sus arenas para adecuarla como campo de fútbol, eras especialista en arrojarte a los pies de quien llevaba el balón para sacárselo limpiamente. Por hacer esas tijeras te decían el Sastre. Te hiciste respetar también en las hazañoserías del baile, tu pase de sensación consistía en dejarte caer al suelo con las piernas abiertas, afilando las tijeras. Los bailes de paco pacos, que así se llamaba aquel berroche juvenil de carnavales, tenían nombres, el de ese era “La edad peligrosa”.
Sin dejar de ser el Sastre, asumías indistintamente la piel de vaquero, de pirata, o de marimonda. Esos fueron los gozosos recuerdos de tu formación en la bacanquillería, y que nadie se metiera contigo que tú con nadie te metías.
¿O, sí? Ya eras un muchacho díscolo, siempre lo fuiste, inclinado por las causas rebeldes. Entonces te cambiaron el sobrenombre por otro que te duraría toda la vida, te llamaron Mandrake, porque eras capaz de convencer a cualquiera con tus ilusiones. Pero tu madre, ah, las madres, te guardaba las espaldas, eso tal vez ayudó para que caminaras en extravíos. Conociste a Camilo Torres en el bachillerato de la U. Libre y, por ser su seguidor, de ahí te expulsaron. Para amansarte te mandaron lejos, a la Escuela de Técnicas Agrícolas de Lorica, tendrías 19 años. Te fue peor, porque la locura hizo estragos en ti. Irene Andervert, tu profesora, que había llegado con Shantin Lingione enviadas por el gobierno de Suecia para desarrollar un plan de ayudas en países del tercer mundo, terminó seducida por el joven anarquista que entonces eras. Ella era tres años mayor que tú, no obstante se enamoraron sin remedio, tórridamente, como suelen ser los romances a esa edad.
-Yo quería ser libre y terminé siendo libertario-, me dijiste, tiempo después, para explicarlo. Ella te aportó sus ideas acerca de la contracultura y el pacifismo. Ahí se jodió pindanga.
Regresaste a Barranquilla, y organizaste el Grupo de Teatro de Bellas Artes, así se llamaba, sin ínfulas. Lo integraban Carlos Restrepo, Benedicto Arenas, Eduardo Celis y Efraín Arrieta, estudiantes de artes plásticas todos. “El Rito y la salvación latinoamericana” fue tu estreno, una obra de corte antropológico, algo raro, fue esa tal vez la primera pieza de teatro con ese contenido que se montaba en Colombia. En algunas escenas los personajes aparecían desnudos y, antes de esa vez, la única que se había atrevido a actuar desnuda era Patricia Ariza en una obra llamada “El convertible rojo” en Bogotá. Pero ella estaba detrás de un velo, una especie de cortina de baño en la que se adivinaba su cuerpo. Aquí te atreviste a hacer desnudos totales y esa vaina fue un escándalo.
Con esa, que era una obra de profundo contenido político, empieza tu historia como ganador. El primer premio del Festival Regional de Teatro fue de tu grupo. Por esos días nombraron como rector a José Lacorazza, un tipo que se preocupóporque la Universidad del Atlántico fuera una expresión abierta a la cultura, te dio carta abierta para retomar el trabajo del grupo teatral y, como tenías la mala costumbre de dormir en la calle, en una bomba de gasolina, en un parque, donde cualquier amigo, por ahí, entonces te acondicionaron una habitación en la parte de atrás, destinada para las reuniones del Consejo Estudiantil.
El teatro, que fue tu principal pasión, arrancó de esa vivencia. Así fuiste John Lennon. Fuiste El Ché. En Venezuela representaste a Jesús en el calvario. Fuiste Osama Bin Laden. Fuiste títere con cabeza. Y fuiste El Quijote en el Caribe, en el Carnaval de las Artes, en los colegios locales. Montado en el Rocinante que son los sueños, hacías una cercana y graciosa mirada a la cotidianidad, tumbando los obstáculos para conseguir la verdad.
De esa manera el teatro te llevó a conocer a los artistas plásticos. Y tú mismo tomaste ese camino momentáneo que, de trecho en trecho, desenvolvías para ponerte su máscara. Qué maneras de influenciarlos, los tuviste a todos ellos doblados en actores, a Ramiro Gómez, a Efraím Arrieta, a Carlos Restrepo, a Alberto Del Castillo, ellos fundaron El Sindicato, y te les uniste para ser el primer grupo en Colombia en obtener un premio regional con una pieza de arte conceptual. ‘A.la.cena con zapatos’, es su nombre. Causaron un gran escándalo con esa manifestación contracultural. Una centena de zapatos viejos, inspirados en el poema de Luis Carlos “el Tuerto” López dio para hablar a la comidilla local.
Pero volvieron a ganar, tres meses más tarde, el Salón Nacional y un jugoso premio en efectivo. Con esa obra armada con deshechos, redujeron las presiones y la crítica se tornó a favor, siendo esa la primera obra de arte no comercial que se premió en las 38 versiones que entonces habían realizado del Salón Nacional de Colcultura.
Eran días bravos. Habían nacido las guerrillas comunistas en Colombia, y en el mundo Estados Unidos intentaba doblegar a Vietnam un país insignificante que llevaba todo el siglo luchando por su independencia. Contra esa guerra surgió una generación que de manera espontánea se negó a participar en el conflicto, y se organizaron en un movimiento de paz y amor. Adoptaron el nombre de hippies, escuchaban rock psicodélico, groove y folk contestatario, abrazaron la revolución sexual y creían en el amor libre. Tú entre ellos. Aprendiste a rasgar las cuerdas de una guitarra, y cantabas las canciones de los Rolling Stones, decías que era tu banda, que en ella estaban las bases del rock contemporáneo, cantabas Beggars Banquet, Exile on Main St., Sticky Fingers y quizá su mejor obra, para ti, Sympathy for the Devil, con maracas en su repertorio, instrumento del Caribe, decías, y sacabas pecho, y se te agrandaban los ojos detrás de las monturas redondas de tus lentes.
Te abrazaste a esa religión, armaste cambuche en Taganga cuando era pueblo de pescadores y organizaste con ellos una cooperativa, ¿era una nueva forma de vida? A lo mejor fue una manera fácil de estar en contacto con los proveedores de la yerba, con ella volabas alto, así que envuelto en sus humos recorriste el país en auto stop hasta el Putumayo. Al regresar, por esos senderos de Colombia que son tan diversos estabas en el golfo de Urabá, y te alcanzaron alas para llegar hasta San Andrés.
Ya hacías poesías, decías para que te oyéramos: el mar lo llevamos por dentro / cada lágrima es un pedazo de océano / cada suspiro espuma de ola / cada dolor una tempestad en altamar / por eso las lágrimas son saladas.
Y cuando terminabas de leer tus poemas reducías a pedacitos de escombros cada hoja de papel, y el poema quedaba detenido en el aire. Me dijeron que eso era influencia de los nadaistas, pero sabemos que a ellos apenas los tropezarías cuando anclaste en la isla. Es cierto, si, que con los poetas nadaistas, se te aguzó el sentido del ritmo, ganaste en la afición por la palabra. Te afiliaste a ellos por el túnel que hizo tu amistad con J. Mario, y con Simón González.
En 1973 te fuiste a Paris, todavía no sabemos cómo ni por qué. Sí sabemos que en las horas duras estuviste viviendo como clochard bajo los puentes del Sena y que visitaste hasta el cansancio los museos y en la Universidad de Vincennes adelantaste tres semestres de estudios de teatro. En una noche de tragos conociste en un bar a una pareja de suecos y les hablaste de tus amigas, Irene y Shantin, ellos no las conocen, pero te prometen averiguar por su paradero. Al cabo del tiempo te llegó una carta remitida desde Canfor, una posesión sueca en el Círculo Polar Ártico. Era Shantin: te dice que Irene se ha casado, que te olvides de ella, y para menguar la pena te cuenta de un Festival Internacional de Teatro y ofrece conseguirte una invitación.
Recursivo como eras, la pieza que has montado originalmente para títeres la arreglas para teatro de calle y te montas en ese tren. -Vas para el fin del mundo-, te lo dice un compañero ocasional en ese viaje. Era una extraña isla de arena en el Polo Norte, allí habían instalado una escuela de paramédicos, además constructores y voluntarios. Los entrenaban en primeros auxilios para grandes catástrofes, financiado con recursos para ayudas humanitarias por el gobierno sueco. Allí, sin buscarlo, encuentras un vínculo que te abre las puertas para asegurar tu subsistencia de manera tranquila y holgada en Europa. Hay un terremoto en Turquía, fletan aviones, arman carpas, rescatan a los heridos y buscan a los desparecidos, llevan alimentos, frazadas y, para atender a los niños, para aliviar las tensiones de los voluntarios, ahí estás tú con tus títeres soñadores.
Un terremoto sacude a Nicaragua y vas para allá, subsidiado por el plan de ayudas humanitarias de un gobierno sensible, participan de manera responsable en actividades internacionales, en apoyo a los países del Tercer Mundo. El primer ministro es Olof Palme que se atreve a cuestionar severamente la acción de Estados Unidos en la guerra de Vietnam y ofrece ayudas humanitarias a la Nicaragua sandinista y a Cuba. Una entidad que se asocia con el gobierno te contrata para 40 funciones para ser presentadas en 30 ciudades escandinavas y atraviesas la península de norte a sur. Aquel festival del Ártico en el fin del mundo te ha proporcionado un sinfín de relaciones que te abren las puertas del mundo.
Mientras tanto, Shantin ha encontrado a Irene, ella, tu loco amor de juventud tiene un hijo y espera otro, pero su relación atraviesa por el peor momento. Tú, sensible, y con plata, le abres las puertas: -Vente conmigo a Paris-, le dices. -No, Paris no, quiero regresar a América, te contesta.
Entonces le ofreces Barranquilla. ¿Por qué lo haces? Tienes un sueño que es Paris, tu sueño casi realizado, ¿A qué devolverse? -La nostalgia, cuadro.-¿Y los estudios? -Soy mal consejero de jóvenes, cuadro, los estudios valen verga, y los diplomas menos–, dices con acritud. Es jodido porque los encauzas mal, pero es la verdad, la educación formal en los términos en que la recibimos no da mucho, quita sí, después tienes que estar zafando los prejuicios que adquieres en una formación mal concebida.
Así fue, te viniste para Salgar en 1976. Con Irene y sus hijos que sin conocerlos fueron tuyos desde entonces, y en el colmo de tu generosidad empezaste a derrochar el dinero ganado en el montaje de una escuela gratuita en ese corregimiento olvidado, y lo que te sobró de ese montón de plata que trajiste lo entregaste en depósitos a término por sugerencia de unos amigos para ganar rendimientos bancarios, y mientras tanto no pudiste comprar ni una estufa para la pobre Irene porque no te dijeron que esa plata era a término fijo y tenías plata pero no era tuya, te la manejaba esa gente de aquí para allá y de allá para acá.
Para no darte mala vida te dedicaste a la escuelita, hasta que la terminaste de construir, con Elsita y con Efraím Arrieta, tu llave, el man que se las comió duras y maduras contigo. Un hermano en la bacanquillería. Tres años ahí. ¿Cómo hacías?
En marzo del 79, miércoles de ceniza, cruzas la frontera con Venezuela, te vas con Irene, y tu primer empleo en Cumaná es en una fábrica de hacer zuecos.
–“De día haces zuecos y de noche suequitos”,- te decían tus amigos, y se reían los vergajos. Trabajabas 5 días a la semana cortando cueros, hasta final de año resististe, el 8 de diciembre del 79 te devuelves para Suecia, con una breve escala de dos semanas, para vivir Navidades en Paris, oh, la, lá, en 1980 otra vez en Suecia, ese año consigues que el Ministerio de Salud te apruebe un proyecto para ir a Angola. ¿Pero qué encuentras? Desolación y guerras. Cinco años antes habían conseguido la emancipación de Portugal tras una larga y dolorosa guerra, y tú llegabas como aporte sueco, en la delegación de ayuda internacional humanitaria.
Ufff. Es la situación más difícil que has tenido que enfrentar. Estabas solo, separado de tu mujer que había ido a Cabo verde. Cinco años antes, el Mpla, de inspiración izquierdista, había derrotado, con apoyo de fuerzas militares de Cuba, Guinea y de Katanga a sus oponentes en Qifangondo, a las puertas de Luanda y recibió el gobierno de manos de los portugueses, pero ahora la guerra era por el control del gobierno y mucho más devastadora que la anterior. Ahí estás tú. Llegas a Luanda, la capital, y te mandan para el norte del país en Cabinda, tanta gente sin piernas te impresiona, son las minas haciendo estragos, niños, ancianos, campesinos. Tu labor es montar piezas de teatro con títeres, ayudarlos a cambiar el semblante, a olvidar los horrores de la guerra. -Ese país tiene mucho del nuestro, te dicen. –No, es al contrario, -dices tú-, somos nosotros los que tenemos de sus antepasados, sus costumbres, su música, ese tumbao generoso que nos transmite la certeza de llegar vivos por el rumor permanente del mar en la otra orilla.
-De allá son los bantúes, -también dijiste, feliz de aquel descubrimiento-, originalmente eran un pueblo de agricultores, y cazadores que fueron esclavizados y traídos a Cartagena para dejar sus raíces sembradas en nuestro Carnaval….
Otra vez el encuentro con tu barranquilleridad, probablemente comenzaron sus migraciones desde aquellas selvas húmedas donde ahora estabas. Pero no pudiste disfrutar nada. ¿Cómo? La guerra se siente todos los días, los bombardeos, los ataques, las metrallas, y tú, y ellos, casi todos escandinavos, noruegos, finlandeses, suecos, haciendo el papel de rescatistas, casi inútiles en esa guerra sin sentido. Regresas a Suecia para trabajar en lo que sí sabías, títeres y teatro. Y montaste, por vez primera, un café teatro, como también lo hiciste en Cumaná años más tarde, y como lo hiciste en Barranquilla, no para conseguir plata, porque de eso nunca viviste, sino para tener más cerca a tus amigos, y para beber cervezas acompañado, hablando paja, que es la mejor manera de tratar los asuntos serios. De ahí te surgió también la idea de los concervezatorios y las cátedras de flosofría, que te celebramos, y ahora, en el aturdimiento de la ausencia que nos empieza a carcomer, tus amigos te reclamamos.
Dos cosas rescatabas de tu larga vida en Suecia. La primera de ellas no es tu presencia en la ceremonia de entrega del premio Nobel a Gabito, como pudiera deducirse con facilidad, sino el zafarrancho que se armó al día siguiente cuando fuiste el receptor ilustre de más de doscientas botellas de ron Havana Club que Fidel Castro envió para celebrar el acontecimiento. Así viviste y te bebiste el Nobel, dirías entre carcajadas mucho después.
El otro acontecimiento que brillaba en el relumbre de tus vivencias en Estocolmo, y no es coincidencia, fue cuando te bebiste al Bebo Valdés. Tus amigos “tártaros”, como les dicen allá a los latinoamericanos que viven entre la legalidad y la delincuencia, la mayoría noctívagos, rumberos, y con tremendas dotes musicales que desperdiciaban a su leal saber y entender, montaron un grupo cuyo nombre era un anillo al dedo, “Mala Fama”, y en él se afiliaron el Bebo y su carnal Chapotín, que no eran, pero se divertían como “tártaros”. Un día, o una noche, vaya a saberse en un país cuyas estaciones desdibujan la realidad con días de oscuridad casi total o noches de pleno sol, el ideal para que soñaras despierto, un día, digo, conociste al Bebo en una de esas presentaciones. La complicidad fue bárbara. Ibas a verlo tocar en el bar del hotel Continental en Estocolmo. Él, que oficiaba cono sacerdote del teclado, abstemio como era, te invitaba a consumir las cervezas a que tenía derecho en las pausas de sus toques. Y así lo hiciste religiosamente todos los fines de semana, durante todo el tiempo que duró su contrato allí. Hasta tu retorno a América en 1992, tuvieron una cercana amistad.
Alguna vez le llevaste a Paulino Salgado, “Batata”, que llegó en alguna de las giras de Totó, la Monposina. Ese estrechar de manos inmensas, negras y musicales, lo tenías registrado como un acontecer grande en tus recuerdos europeos.
Tras 14 años de vivir en Estocolmo, y dos hijos, conoces a una chica venezolana durante una rápida visita a la Unión Soviética, en Leningrado. Te enamoras, y la invitas a Suecia. El frío no ayuda, así que después de convivir un corto período allá, ella te pide que la acompañes en su regreso a Cumaná, su ciudad, la más antigua de las que aún subsisten en Tierra Firme, es la primogénita del continente americano, la capital del Estado Sucre, en Venezuela, donde alguna vez viviste.
¿Te das cuenta? Las vueltas que da la vida, tú que conociste Caracas siendo niño, que tienes parte de tu familia allá, que ya viviste esa experiencia de Cumaná, estás de nuevo en el oriente venezolano, donde nacieron los poetas Andrés Eloy Blanco y Antonio José Ramos Sucre, de allá también es el Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre. Montas para sus seguidores “Un café llamado deseo”, y una imprenta, y le das vida a la fundación Cecrea con un proyecto financiado por el gobierno sueco, vives el primer año. En adelante haces lo que sabes hacer: teatro, fotografía, cuentos, poesía, cine…..
Es de un amigo tuyo la ocurrencia de hacer una semana santa la representación de la pasión de Cristo en vivo, y te invita. Tienes el grupo de teatro, conviertes a tus actores en apóstoles, haces el guión y montas la escena en vivo: 15 personajes en el rol principal, 40 en el secundario, como 80 personas de extras, presupuesto libre, un barrio entero en conmoción, y eso se vuelve un espectáculo del carajo. Al año siguiente es el alcalde quien te pide el montaje pero en dos actos. La traición de Judas y La crucifixión, en el parque, dos días al aire libre, debajo de las bongas, y con efecto de luces sobre el agua, el público al otro lado del río Manzanares. Así, uno tras de otro, son siete años con la cruz a cuestas, en ese calvario que lleva más de cien mil personas al acto religioso, un atractivo para el turismo.
Te cansas, porque la reiteración agota las neuronas, siempre estás dispuesto para el cambio, además ya te has enamorado de Yadira, y ella es el aliciente para regresar a Colombia. En el 98 te vienes a Bogotá, ahora eres corresponsal de prensa extranjera, vuelves a ser periodista para cerrar el círculo. Ya está cerca el retorno al origen, y empiezas a construir arriba de una breve colina, en Salgar, con el mar de fondo, tu casa, la de Yadira. Le prometes eso sí, que no vas a beber más, pero tampoco menos de lo que has bebido hasta ahora. Y cumples al pie de la letra.
Lo de aquí ya se conoce, eres amigo de todo el mundo, dotas de biblioteca infantil a Salgar, patrocinas un equipo de futbol de niños, haces el montaje de Los monumentos hablan, de Los concervezatorios, de las revistas orales, acompañas a Miguel Iriarte en su Poemarío, haces proyectos lúdicos por montones, con esa gran capacidad de inventar, de hacer actividades diferentes, eres un motor de ideas, impulsado ahora por las hélices que a tu alrededor dan vueltas, es el apoyo de Yadira, tu socia.
Tu vida estaba en permanente transformación. Eras muy positivo, con una particularidad que se puede atribuir a las enseñanzas de la vida, siempre mirando el pedazo oscuro de cada cosa, el materialismo que equilibra. Eras un optimista negativo, pendiente de lo malo que tiene todo lo bueno.
En una época te sabías un nihilista creyente, como Fernando Arrabal, a quien admirabas silenciosamente, tanto por su anarquismo, como por su producción literaria, por el ejercicio teatral. Así nos lo dijiste alguna vez. Corroborándolo en palabras de una dedicatoria que te escribió J. Mario, el poeta nadaista: “Estamos preparados para lo peor”, y así viviste, sin poder mantener el equilibrio, pero disfrutando a placer cada hora de cada día.