Editorial
Diomedes llegó a alcanzar la fama que muy pocos artistas populares han logrado, salvo contadas excepciones, como el caso del también ya fallecido, Joe Arroyo. Fue un niño pobre, nacido en una zona rural demasiado primitiva, en el corregimiento de La Junta, jurisdicción del municipio San Juan del Cesar, departamento de La Guajira. Se crió como los terneros cimarrones en los predios de la finca “Carrizal”, propiedad de su padre Rafael Díaz (fallecido) y de su progenitora Elvira Maestre.
No es fácil para un muchacho campesino, que a duras penas podían sus padres sufragarles los gastos en el colegio en Valledupar, estar frente a frente, de manera repentina, ante esa fama tan dulce como traidora. Y menos aún cuando se es apenas adolescente, sin haber moldeado un carácter templado que sepa dominar la fama y controlar las tentaciones de los cantos de sirena. Que de manera inevitable vienen con la Señora Fama.
Escuchar ese tema que le nació de las entrañas, que fue su primera gran inspiración, ‘Cariñito de mi vida’ en todos los rincones del barrio donde vivía, en todas las emisoras de Valledupar. Y para remate, el cantante que la interpretó, su ‘rival’ en todos los concursos de cantantes a nivel escolar, Rafael Orozco, le daba el saludo, que sería la salutación de bienvenida que lo catapultaría al estrellato, fue un suceso demasiado fuerte para ‘El Cacique de la Junta, Diomedes Díaz’, como dice el saludo en el primer trabajo musical de Rafael Orozco con ‘El Comandante’ Emilio Oviedo.
Aquel triunfo musical no llegó fácil. De parranda en parranda iba, rogaba, imploraba, para que lo dejaran cantar su tema al final, cuando ya se habían cansado todos los intérpretes invitados. Sus ruegos no eran escuchados. Le cerraban puertas y ventanas. Hasta cuando un verdadero cazatalentos como Emilio Oviedo, lo escuchó y lo incluyó en el primer trabajo discográfico de Rafa Orozco.
Es bueno recordar aquí, como justo reconocimiento a un talentoso acordeonista que sigue siendo sencillo y ameno a pesar de la fama, que fue el innegable olfato de Emilio Oviedo el que llevó a los estudios de grabación y, prácticamente, al estrellato, a casi todos esos pupilos suyos. Entre otros, Jorge Oñate, Alberto ‘Beto’ Zabaleta, Farid Ortíz, Rafael Orozco, Diomedes Díaz y tantos otros.
Diomedes Díaz, en una carrera que creció en forma rápida hasta niveles inimaginables, fue muy pronto el verdadero ídolo de los seguidores de la música de acordeón en Colombia y en todas partes. Donde llegaba era la locura. Llenaba todas las plazas. Grabó con los mejores acordeonists de todos los tiempos, entre ellos Elberto López (fallecido), Colacho Mendoza (fallecido), Juancho Rois (fallecido), Iván Zuleta, Franco Agüelles, Alvarito López, entre otros.
En medio de los multimillonarios contratos, los trofeos del Carnaval, los premios de la disquera (Disco de Oro y de Platino, Gramy Latino (que le llegó ya en estos últimos años cuando empezaba la decadencia de Diomedes), la fama lo dominó por completo y detrás de ellas las sirenas que lo llamaban desde todos los rincones. Las mismas que lo indujeron a consumir licor sin control, y después a seguir por el despeñadero de la droga. La lujuria. Las orgías como aquella en la cual el telón de fondo fue el horrendo homicidio de la desdichada joven Doris Adriana Niño.
El sórdido episodio fue la peor desgracia que golpeó al ídolo de los amantes de la música vallenata. Fue el comienzo del marchitamiento de sus días de gloria. Lo condenaron a prisión. Se convirtió en prófugo de la justicia y en un protegido y escondido de los paramilitares. Finalmente no tuvo más remedio que entregarse y, por obra y gracia de la justicia flexible ante estos casos, el reo solo pagó tres años y medio de prisión.
A partir de ese momento le cayeron las siete plagas de Egipto al popular cantante. Y todo como consecuencia de que Diomedes no tuvo la resistencia de Ulises, el personaje de la obra épica ‘La Odisea’, de Homero, el poeta ciego de la antigua Grecia. No tuvo la osadía y recursividad de amarrarse con los cáñamos más fuertes al mástil de su nave, para evitar caer en la tentación de las sirenas hermosas que lo invitaban a las aguas para que disfrutara de sus encantos. Era, desde luego, un espejismo, un engaño, para que no siguiera su viaje tan largo y difícil hacia su isla Itaca, donde lo esperaba el amor de su vida, la fiel e inconquistable Penélope.
La vida empezó a presentarle a Diomedes Díaz todas las facturas de cobro, con diversas dolencias graves en su salud, y con denuncias y embargos, por el no pago de impuestos a la Dian, por no presentarse a los conciertos después de recibir el anticipo. Todo eso le fue creando la imagen de un hombre ruin, detestable y mal ejemplo para la sociedad. Para sus fieles y numerosísimos seguidores, sin embargo, ese era su ídolo intocable, un semi dios que podía darse todos esos lujos, sin que mellara el cariño de su fanaticada. Así fue hasta el último día de su vida. Así será siempre, más durante la jornada de este jueves que culminará, no se sabe a qué altas horas de la noche, en el cementerio que lleva el nombre del santo patrono de Valledupar, como gritan los vallenatos cuando tienen alguna dificultad: ‘¡Ay Santo Ecce Homo bendito, hacéme el milagrito!’. A lo mejor esta vez pedirán en coro a San Pedro que le abra las puertas del cielo a Diomedes, para que Dios lo tenga en su santo reino, con el coro que él mismo cantó: “Échese pa’cá compadre, más vale tarde que nunca, compadre”. Como ser humano, Diomedes fue un padre ejemplar y amigo sincero. Lástima que se dejó vencer de los cantos de las sirenas. Paz en su tumba.
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