Tercer cuento de la Selección de Cuentos del escritor Giulio Puccini titulada Los pares no pedidos son los menos ordenados. La publicación de los cuentos es inédita para La Cháchara.
Por Giulio Puccini
– Querido, es hora de despertarse o llegarás tarde al trabajo.
– Despiértame en cinco minutos.
– Llevas ya diez minutos diciendo eso. Es hora de que te levantes.
Le dirigí una mirada de profundo odio. Cuando un hombre duerme – y más cuando el sueño es algo cercano a la hibernación – es mejor no molestarlo. El día anterior había estado bebiendo y el dolor de cabeza era insoportable, pero ella no entendía eso. O de pronto sí. Su forma de levantarme había sido más diligente y amable que los otros días, y ya tenía mi desayuno listo. Esto nunca pasaba. Generalmente me despertaba poniendo bruscamente un caldero o una olla en mi sien y, además, tardaba horas haciendo el desayuno, razón por la que verdaderamente llegaba tarde. Probablemente estaba asustada, pues aún tenía el ojo morado y la cara hinchada del día anterior. Los golpes ya se habían vuelto parte de nuestra rutina. Ella empezaba por la mañana y yo terminaba en la noche.
Era un verdadero problema no haber recibido ningún golpe; hasta ahora no tenía excusa alguna para la corriente paliza nocturna. Era realmente triste – casi una desgracia – poder perderme un evento de tal magnificencia. Me limité a besar su amoratado ojo y esbozar una sonrisa, a la que respondió con una igual de irónica a la mía. Ambos sabíamos que esta situación era anormal y que, por consiguiente, no iba a terminar bien para alguno de los dos – quizá para ninguno de los dos.
Tomé una rápida ducha con agua helada y luego agarré una de las siempre escabrosas toallas, que lijaba más de lo que secaba. Todo eso me recordaba a ella; lo disfruté como siempre. Cuando salí, mi ropa estaba tendida en la cama, esperando a que la vistiera. Podría haber tenido una excusa ahí – algo así como que no me gustaba su elección y había ensuciado ropa sin razón -, pero escogió mi ropa favorita, de la que se desprendía un magnífico olor naftalino. Me vestí y bajé a la cocina. Por suerte para mí, el desayuno se le había quemado y tenía el mismo sabor de costumbre. Después de terminarlo, rompí el plato en su rostro y le propiné uno o dos golpes. Ahora podía ir alegremente al trabajo.
Cuando agarré la perilla tuve una extraña sensación, como si dos dagas recorrieran mi espalda de arriba a abajo. Di la vuelta, temeroso, pero solo encontré la dulce mirada de mi esposa y una sonrisa tan perfecta – tan falaz – que no pude contener la risa. Le devolví una mejor, parecida menos a un rostro que a una máscara. Salí de allí, abrazado por el viento gélido y emocionado por las nubes negras que cubrían el cielo.
Entré en el carro e intenté arrancarlo, pero no encendió. Levanté el abollado capó y me encontré con una pequeña sorpresa que me dejó iracundo. Faltaba la batería.
– Maldita sea – murmuré – ¡Clara! ¿podrías decirme dónde carajo está la batería?
– En la basura, quemada, querido. Tú mismo la dejaste allá ayer.
No dije más nada, pero no recordaba haberla arrojado a la basura. Ni siquiera recuerdo haberla bajado. Decidí callar y desquitarme en la noche; ahora no había tiempo, iba tarde. Corrí hasta la parada del bus, con la mente cazando el recuerdo. Se escapaba de mí la memoria, pero ella no huirá de mí.
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