“…No es ya lo sexual lo indecente, es el sentimiento”, concluye.

Por Jorge Guebely

A Juliette Binoche, la vi, por única vez en la vida, en los predios de La Sorbona. Llegó acompañada de Philip Kaufman, director norteamericano de cine, y Milan Kundera quien nos dictaba un curso sobre novela y música. Tal vez conversaba sobre la adaptación de “La insoportable levedad del ser” al cine. Había en ella una belleza de juventud que resplandecía como un sol de luces desmineralizadas.

La vi recientemente en la película, “Un bello sol interior”, dirigida por Claire Denis. A pesar de su madurez, más allá de los cincuentas, conserva el mismo esplendor de antes. Los años han cumplido su misión, pero no la han marchitado. Persiste su elegancia, su porte altivo, su frescura personal. Su rostro se resiste a envejecer. Y la mirada transparente de sus ojos se conserva intacta, como si las señales del alma fuesen inalcanzables al flujo temporal.

Su actuación es conmovedoramente humana. Pone en evidencia el drama de vivir sin amor, la penosa condena de cascarón carnoso. Padece el animal masculino que se alimenta de trampa y placer. En su papel, se desplaza inútilmente de experiencia en experiencia, probando y comprobando el fracaso vital. El amor se le ha convertido en mito mental, una esperanza sin espacio real. Poseída por la persistencia, sólo encuentra descalabros en cada nueva rutina amorosa. Tal vez no sepa que, en las sociedades ultramodernas, según Roland Barthes, el amor ha pasado de moda. Sólo existe la voracidad civilizada, el placer básico que es tumba gozosa de los seres humanos.

Inicialmente, la película surge de un texto de Barthes quien afirma que la persona amante se ha convertido en excepción, en un ridículo. Sigue imperando la época del más fuerte; el que conquista, pero no ama. “…no es ya lo sexual lo indecente, es el sentimiento”, concluye. En el amor, todas las personas son territorios conquistables, objetos utilizables. Cualquier interés mezquino lo supera.

La actuación de Juliette Binoche resplandece por sí misma. Visibiliza los laberintos dolorosos de una mujer disecada por el desamor. Controla los excesos dramáticos, evita los gritos estridentes, no recurre a la fácil estrategia de los sentimentalismos lacrimosos. Sin embargo, se mantiene dura en la soledad, se quiebra en la frustración, sufre los padecimientos de un desierto, la tortura de un fantasma sádico. Su actuación transmite el dolor, el naufragio, la tristeza; el espasmódico cascarón donde nos hemos refugiado.

“Donde hay amor, hay vida”, afirmaba Gandhi. Lo contrario también es cierto. La nuestra, es una sociedad donde abundan los robots encarnados.

jguebelyo@gmail.com

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