
Por Ricardo Bustamante
El lunes 22 de julio, antes de que el reloj marcara las 9 y 30 de la mañana, lo vi en el primer piso de un centro comercial, paseándose en círculos mientras hablaba por celular. Meses antes, cuando iba de camino a casa, al filo de las 12 del mediodía, me percataba del señor paseando a un perrito en los alrededores del edificio donde reside. Habitualmente, y a la misma hora, el paseador tenía la vista fijada a la grama pendiente de los esfínteres de la mascota. Digo que habitualmente porque la residencia del señor está camino a la mía, es decir, un paso obligado.
Años antes había visitado al país del señor y por aquello de la curiosidad que me despierta la música de cada nación, le pregunté a la recepcionista del hotel qué me recomendaba para adquirir. Ella me mencionó a Alfredo Zitarrosa, cantautor, poeta, escritor, locutor y periodista, considerado una de las figuras más destacadas del folclor del Uruguay. Pues me traje a Colombia un CD doble de ese insigne cantor, fallecido prematuramente a los 52 años por causa de una peritonitis. ¿Qué mejor regalo para el señor que hablaba por celular y paseaba el cachorro, que Zitarrosa por partida doble?
Ese 22 de julio le dije al señor que quería charlar con él, de su vida, de mi iniciativa; le informé que no era mi propósito hablarle de fútbol ni de los vericuetos e intríngulis del Junior. Me parecía como aburrido que a este señor siempre lo pararan en las calles para preguntarle de lo mismo, debe estar fastidiado con el tema, pensé. Al hombre como que le caí bien y le gustó la cosa de que no “tocáramos el balón”, porque me cito dos días después para tomarnos un café en el mismo centro comercial donde lo vi hablando por teléfono.
La cita fijada fue a las 9 de la mañana. Me hice acompañar de mi esposa y, con ella, antes que el invitado entrara en escena, hice una apuesta amigable. Le pregunté si el invitado llegaba a las 9 en punto, o unos minutos después o antes. Ella dijo que en punto, yo, en cambio, le comuniqué que llegaba minutos antes. Bueno, gané. Claro, triunfe por que tenía ventajas sobre ella: en varias ocasiones mis ojos habían percatado al entrevistado: pulcro y cuidadoso al vestir, humanidad acicalada, motilado bajo como muchacho que se presta a recibir la primera comunión, rostro limpio y total rasurado, y, además, no es todo el mundo el que todos los días tiene la disciplina y la voluntad de pasear el perrito a las 12 del mediodía cuando el sol en Barranquilla está de fiesta.
También debe ser como cualquier persona que es metódica y disciplinada un poco cuadriculado y de vez en cuando, le debe brotar la neura. Llegó a la cita 5 minutos antes. El muchacho dependiente de la cafetería nos recibe, al vislumbrar con quién vengo, con una sonrisa de oreja a oreja, claro nos va a abrir la puerta antes de la hora de apertura del negocio, no por mí, sino por Avelino Julio. El Julio de primero, como le dice todo el mundo, se lo inventaron en Argentina y ya después lo llamaron Julio, pero su nombre de pila bautismal es Avelino Julio. «No pega mucho ni es muy armonioso, pero así es la cosa, o más bien ese fue el querer de mis padres», me explica Julio Avelino Comesaña, un hombre cuya historia de vida dara para varias crónicas que compartiré aquí en La Cháchara.