De la tenebrosa época que vivió Colombia desde la década de 1980, con el surgimiento de los grandes capos del narcotráfico y su ola violencia, la clase dirigente asumió una triste posición que se ha convertido en doctrina: a los malos hay que dejar que se maten entre ellos mismos.
Fue lo que ocurrió en ese tiempo que uno quisiera borrar de un plumazo en el libro de la historia de Colombia. El tiempo de los carteles. El de Medellín con Pablo Escobar como el ‘patrón del mal’, y el de Cali, con los no menos macabros hermanos Rodríguez Orejuela.
Es cierto que entre ellos se mataban sin compasión alguna. Pero no es menos cierto que en las calles iban dejando un reguero de víctimas inocentes de todos los sectores de la sociedad colombiana.
Tal vez por un lamentable lapsus la alcaldesa distrital, Elsa Noguera De la Espriella, transmitió esta semana un mensaje ambiguo al referirse al caso de un cuerpo que apareció descuartizado en el sector de Brisas del Río, que se suma a al menos otros cuatro hechos similares que se han presentado en los últimos meses: «Cuando uno incurre en este tipo de actividad siempre vas a tener el riesgo de que termines preso o asesinado», dijo la burgomaestre.
El problema es que esta actitud displicente hacia las mafias deja el terreno allanado para que de las vendettas entre ellos pasen a las extorsiones, secuestros, boleteo y atentados contra la población civil, para quienes la defensa propia no es una opción válida ni legítima, ya que es una función propia del Estado proteger y mantener la seguridad ciudadana.
Para ello el Estado, en cualquiera de sus niveles, se reserva el dominio absoluto de las armas.
Acto seguido a estas palabras, la alcaldesa hizo un llamado a las autoridades para que le sigan el rastro a estos crueles asesinatos y den con los autores materiales e intelectuales. Es lo mínimo esperado.
Todavía está fresca en la memoria la reciente andanada de extorsiones y atentados contra pequeños comerciantes, como las pescaderías de Las Flores o las tiendas y ferreterías del suroccidente y suroriente de Barranquilla, a manos de las denominadas bandas criminales como los Paisas y las Águilas Negras, quienes en la práctica dejaron fuera de juego a varios comandantes de Policía y atemorizaron a la población de La arenosa, otrora considerada un remanso de paz.
Son estas las lecciones que nuestros gobernantes y autoridades deberían revisar, para que no vuelva a crecer el tallo de impunidad del narcotráfico y el crimen organizado en la ciudad. Al fin y al cabo, si se permite que la delincuencia se mueva a sus anchas las víctimas indefensas siempre serán los ciudadanos de todos los sectores sociales.
Si en el pasado reciente hubo estrategias eficientes, que se apliquen de nuevo, como el fortalecimiento de una inteligencia policial más sagaz y audaz, que no se quede en los escritorios con aires acondicionados, sino que se meta en las entrepiernas del micotráfico que es, en un 90 por ciento, la causa principal de esta sensación de inseguridad que es necesario desterrar de la ciudad.
Otra táctica efectiva es la de las recompensas. Por la vía de las delaciones se puede conseguir, además, denunciar a uno que otro agente policial corrupto que va periódicamente a visitar las llamadas ‘ollas’ del microtráfico, no a combatirlas, sino a cobrar su coima. Parece mentira, pero es la triste y dolorosa verdad.
Y el Superconsejero de Seguridad Guillermo Polo lo sabe. Y debe combatirlo de manera rotunda mediante el estímulo económico a quien denuncie a los corruptos y a los dueños del negocio que funciona en ciertas casas destartaladas, precisamente para no llamar la atención. Son viviendas que no dan ni lástima. Pero si se les quitara el derecho de dominio y se expropiara el predio (para eso existe una ley), otro gallo cantaría en la lucha contra el micotráfico, que tanto muerto genera. Muertes que, no por ser entre bandidos en donde presuntamente no hay bala perdida, no dejan de causar la inseguridad. Inseguridad que es necesario y humano medir con estadísticas menos macabras.
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