Desde cuando él murió, ella dejó de escribir. Hasta hoy, en esta sentida carta con la que vuelve a su abuelo por las letras del amor.
Por Andrea Carolina Buelvas
Ilustración: Jorge Mario Sarmiento Figueroa
Creo que recuerdo el día que dejé de escribir. Fue quizás uno de los días más duros que he vivido. Aunque los momentos difíciles suelen ser una gran fuente de inspiración para mí, así como para muchos, este he de confesar que fue la excepción. Decirle adiós a alguien tan importante me dejó sin palabras.
Es increíble lo diferente que se ve el mundo cuando somos pequeños. Parece que fue ayer cuando estaba en medio de la sala de la casa de mis abuelos paternos, mirando la biblioteca de mi abuelo, que en ese entonces me parecía gigante, alcanzaba muy pocos libros, aunque a esa edad tenía más interés por ver los peces de colas coloridas que mi abuelo solía poner entre ellos. Era yo tan pequeña que podía esconderme entre uno de los estantes, toda una hazaña para mi hermana y para mí.
De niña recuerdo que me divertía acostarme en el suelo de la sala y tratar de entender si eran baldosas blancas con adornos negros o viceversa. Podía acostarme horas en el suelo dejando que el calor, que para muchos era insoportable, me abrazara los pies y me trajera calma, creo que me generaba la sensación de estar en casa. Aún lo hace.
El intenso sol de medio día luchaba por entrar a través de las gruesas cortinas que adornaban la ventana del frente de la casa, yo esperaba que este se rindiera para poder abrir la puerta y salir a la terraza. Al final del día, el impetuoso sol se daba por vencido y nos complacía pintando de naranjas el cielo, un abrebocas para disfrutar de la fresca noche tan esperada por todos. Creo que lo mejor de crecer en una ciudad pequeña es tener el placer de mirar al cielo sin que la contaminación lumínica te impida ver las estrellas. Yo me sentaba en el bordillo de la terraza con mi hermana, ocasionalmente nos acompañaban otras personas mientras mi abuelo miraba a la calle desde su mecedora. Yo lo miraba a él. Mi abuelo tenía las manos arrugadas y la mirada dulce y tranquila, mucha gente me dice que su carácter era voraz, sin embargo yo no puedo afirmarlo, en sus ojos azules siempre encontré una mirada amorosa, alegre y compasiva.
Recuerdo que me hacía un truco de magia que jamás creí. Me mostraba una moneda, la escondía y luego fingía sacarla de mi oreja; aunque era casi una rutina, yo siempre me reía, de vez en cuando me dejaba quedarme la moneda. Siempre me sonreía con los pocos dientes que le quedaban, y yo escuchaba sus anécdotas con la vaga atención de un niño. Otros días solo nos sentábamos a mirar la televisión, creo que hoy camino por la sala y me parece que lo encontraré sentado en su silla soltando una carcajada por algo que Fran Drescher dijo, o convidándonos para hacer enojar a mi abuela, algo que con el pasar de los años se fue convirtiendo en uno de sus pasatiempos preferidos.
Puedo recordarlo con sus camisas a rayas de colores opacos, siempre acompañado de un buen amigo, una Coca-Cola fría y el cantar de sus pájaros, caminando sin prisa por la finca mirando las vacas, o en el patio de la casa en su palomar.
Me parece que fue ayer cuando jugaba con sus libros en la sala, en contra de la voluntad de mis tías, y sigo sin poder creer que el tiempo ha pasado tan rápido que nos llegó la hora de decir adiós.
Me senté muchas veces a escribirle una despedida, un agradecimiento, pero aprendí tanto de él, lo quiero tanto, que creo que aún no lo logro.