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El cuento del día de los cuentos

Por Camilo Álvarez P.

Érase una vez un domingo soleado en Barranquilla. De esos que acostumbran a suceder en el domingo de Gran Parada en Carnavales, o los días que juega Junior, o los que hacen en el Paseo Bolívar en cada temporada navideña. Esos soles templados, característicos de La Arenosa, se han ‘pegado’ a lo que ya aplica como un símbolo cultural de la ciudad: El Festival Internacional de Cuenteros El Caribe Cuenta.

Podías llegar en bus, siendo imposible pasarse de la parada debido a cómo la luz refleja con intensidad el amarillo de las paredes de La Aduana, lugar del evento de este pasado domingo.

También podías llegar en carro o en moto, con tu familia o solo; parqueabas dentro del lugar y tampoco tendría pierde, ya que justo al lado del parqueadero estaba la tarima de los protagonistas de aquella tarde. Y como si tuvieses excusa para faltar, también podías llegar a pie: esperabas que el ‘mono’ tuviera menos rabia, salías de tu casa en Barlovento, Barrio Abajo o sus aledaños para llegar con tiempo a las 4:30PM, sentarte en las sillas blancas, en la alfombra que rememoraba al bordillo o simplemente quedarte de pie a escuchar cuento, carreta, paja o, siendo más críticos y justos, la representación viva en voz y carne de la tradición oral del Caribe colombiano, de Venezuela,  de Canarias y hasta de Marruecos, para que quedase claro que no era una exageración usar el término “internacional”.

La “narratón” (como los representantes del festival nombraban cariñosamente a la actividad) estaba rodeada de elementos que la hacían tan nuestra como las historias. Apenas entrar un olor a maíz pira que se totea dentro de una vitrina con llantas, para que después pase a ser empacado en bolsas blancas de papel y, pasadas de sal, se dispongan a la venta de los espectadores. Asimismo, una neverita con cocteles por un lado y por el otro una vitrina con foco de tungsteno que pretende mantener la temperatura de los fritos que antojaban a todo el que estaba “corto, pero con ganas”. Una vez te sentabas, la alfombra (allí puesta para mayor comodidad) sostenía un leve fogaje mandado por el mismísimo enemigo supraterrenal al que Escalona le cantó el credo al revés, síntoma inconfundible de esa contundente puesta de sol que hubo hasta caer la noche.

A eso había que sumarle la positiva sensación térmica indecible que brinda estar tan cerca del río aún en época de verano: ni es brisa fría, ni es brisa caliente; es una brisa “fresquita” que, si bien no contrapesaba todo el calor, todavía nos permitía estar allí.

Abraham Lincoln

La fiesta comenzó y todos los narradores realizaron la apreciación de sorpresa por “no esperar tanta gente” y agradecían a todos por estar allí. En consonancia, el público mostraba gratitud también, la cual fue recibida primeramente por Abraham Lincoln Pertuz, un hombre de 73 años de edad, proveniente de un pueblo cuyo nombre no supe escribir y del cual afirmó no haber sufrido “los efectos nocivos del progreso”. Ese señor con nombre yanki se cubría con sombrero vueltiao, una camisa verde pantano con verticales grises que combinaban con el beige de su pantalón y el cuero de sus abarcas, terminados de adornar con una vaina naranja y machete brillante que concluían demostrar que “Abrahamcho” era de todo, menos gringo. Un orador de esos de los que provienen nuestros hábitos cuenteros, con el cuento de un colchón que estaba lleno de plata y lo vació su propia generosidad, y que desarrolló con tal solvencia que sólo su muletilla de “para no hacer el cuento más largo” aterrizaba al público en el hecho de que se estuviese tomando el tiempo de dos presentaciones sólo para la suya. Lincoln Pertuz es un cuentero de los que ya no quedan muchos.

Diana Flórez

Siguiendo la misma línea de las vertientes culturales y representativas de la región, cerca del final participó Diana Flórez. Una mujer con un espíritu que demuestra que la juventud es sólo una actitud del alma. Se cubría la cabeza con lo que mi poco sentido de la moda identifica como turbante, una camisa de flores rojas y detalles coloridos como los del plumaje de una guacamaya. En su mano izquierda, un pulso verde; a su mano derecha, un joven muchacho que la acompañaba con una caja (percusión) para sus cánticos antes, durante y después de su presentación. La experiencia era notoria, y de ello se valió para identificar que un bullerengue sabroso nos iba a tener atentos y hacer sentir partícipes de la narración, por lo que nada más explicó una vez y a la segunda todos tenían aprendida la canción.

Su cuento fue magnífico, nos envolvió con tanto nombre de monstruo y criatura que he decidido no nombrarles aquí para que se vean tentados a escucharla por ustedes mismos algún día. Diana narró el cuento que dicen muestra precedentes y orígenes del carnaval de nuestra ciudad, cuyos bailes y canciones buscaban espantar la muerte y rescatar la alegría de la vida misma.

Finalmente, esta edición de “El Caribe cuenta” se vio enmarcada por la incesable intención de sacar disparado de nuestros corazones el niño interior que guardamos sin darnos cuenta. Había muchos niños que gozaron el festival desde su propia inocencia y particular experiencia.

Samarys Polo y Vicky Osorio

Por otra parte, estaba plagado de adultos que no se resistieron a disfrutar, aunque eso supusiera ir muchos años atrás dentro de nosotros mismos. Samarys Polo y Vicky Osorio fueron las primeras en hacer que la situación cambiase el estrés por la alegría, las deudas por las chupetas y los problemas por las sonrisas. Polo en la narración y Osorio con una guitarra y una boina con una flor se treparon a ‘echar cuentos cantados’; lo lindo de un relato con lo hermoso de una canción.

Romer Peña

A ellas les sucedió el que para mí fue protagonista de la noche: Romer Peña. Un venezolano con dicción perfecta, capacidad de improvisación innata y un manejo del público sinigual, digno de narrar el cuento de un chanchito enamorado que, en su interés de sorprender a otra chanchita, se revistió de aquello que no le era propio para intentar hacerse con su objetivo.

A todas estas, Peña entretuvo como ningún otro a todos los asistentes indiscriminadamente de su edad, finalizando su cuento con la moraleja de no buscar en otros las herramientas para la felicidad, pues el amor propio y autoaceptación nos llevarán por el camino indicado. Peña, casi a propósito, dejó esa enseñanza que le ‘jaló las orejas’ a todos los adultos que nos hemos olvidado de sonreír sólo por usar el incorrecto “cómo”.

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