EL COMENTARIO DE ELÍAS por Jorge Guebely
Nunca creí aceptar la superioridad de la máquina sobre algunos seres humanos; sobre un profesional de la salud a donde acudí por mis dolencias de edad. Me deslumbró su consultorio, sus muebles modernos, su moderna secretaria, sus paredes pobladas de títulos, su reluciente juventud de adolescente, sus uñas esmaltadas, su brillante cadena al cuello…
Intenté un mal chiste para auscultar comunicación: “Cuando niño: los médicos eran viejos; hoy de viejo: los médicos casi son niños”, dije. Me respondió con oblicua mirada y sonrisa de medio labio.
Intenté compartirle mis padecimientos de veinte años, sus posibles orígenes. “Del diagnóstico me encargo yo”, afirmó categóricamente,
Le mostré el medicamento con el cual aliviaba mis dolores: “Eso es pura agua de panela.”, me aclaró.
Le insistí: el agua de panela fue recetado por otro profesional de la salud. “Son médicos viejos”, me informó.
Le mostré la reciente ecografía y me respondió: “Las ecografías ya no son confiables para hacer diagnósticos confiables.”
Sacó una hoja de papel en blanco, marcadores de distintos colores y, como un pedagogo de preescolar, dibujó mis vísceras dañadas. Describió científicamente la función de cada una: el hígado produce bilis para digerir grasas, el corazón bombea sangre con oxígeno, el riñón elimina toxinas a través de la orina… Confirmó mis informaciones del internet, consultadas durante veinte años de dolencias viscerales.
Finalmente, halló grave mi salud, solo una solución posible: la inmediata operación por un galeno responsable. Ante el desorbitante precio de la intervención quirúrgica con láser, opté por convivir con mis dolencias de vejez, obedecer al mandato del Universo. Entonces me recetó un medicamento superior al agua de panela, escrito con garabatos semejantes al griego antiguo.
La dependiente de farmacia frunció el ceño ante la garabateada receta. Fue necesario el concurso de dos dependientes más y un computador para descifrar el nombre del remedio. Por curiosidad consulté con inteligencia artificial su naturaleza y me respondió con infinita decencia y paciencia. Me elaboró un cuadro marcando diferencias con el agua de panela y sus efectos secundarios.
De pronto descubrí la superioridad de la máquina sobre un ser humano: los ingenieros la habían programado sin ego. El error vino de Dios, creo al hombre con el combo entero: humano y ególatra. Suelta la criatura, agigantó su egolatría y enanizó su humanidad. El mismo Creador se arrepintió de su lamentable error según la Biblia: “Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra y le dolió en su corazón.” Pero ya era tarde, diría yo, ya había creado el anticristo sobre la Tierra.










