Si antes de la primera vuelta los medios habían perdido influencia, en la segunda vuelta perdieron credibilidad, que es el capital más preciado de una empresa periodística.
Por: Mario Morales* – Publicado en www.razonpublica.com
Para el 27 de mayo ya era evidente la fatiga social y comunicacional de una campaña extenuante y el bombardeo de 36 citas de candidatos entre foros y debates, la efervescencia de la plaza pública, encuestas desde todas las perspectivas y altisonancia de las redes sociales.
Los puentes festivos, el aroma del mundial y el aire determinista de los resultados de las encuestas—que mostraron un amplio margen a favor de Duque- sumados al guayabo del “centrismo”, dejaron sentir una calma chica alumbrada por la profecía cumplida de la confrontación repetitiva de los extremos.
Entonces desaparecieron de la escena mediática los debates, la plaza pública y el escenario montado y trashumante de las campañas. La narración periodística se redujo a dar cuenta de los encuentros cerrados, pero sobre todo al registro de adhesiones y alianzas que se fueron anunciando con redoble de tambor como si se tratara de una subasta.
En esta comenzó a permearse primero la línea editorial y, luego, los más profundos afectos o intereses de los medios al seleccionar y organizar jerárquicamente los apoyos al candidato de sus preferencias, minimizando como simple trámite los del “otro”. Pasó con el acuerdo programático de la Colombia Humana con Antanas Mockus y Claudia López, que no tuvo el despliegue ni el análisis imaginados.
Sin hechos que narrar y la negativa sistemática de Duque a participar en debates, medios y periodistas quedaron circunscritos a sobredimensionar las encuestas y a buscar entrevistas individuales, muchas veces rebuscadas o sesgadas, de los dos candidatos, sus fórmulas presidenciales o sus equipos.
Si para la primera vuelta los ciudadanos aparecieron como sujetos sin voz en la plaza pública, para la segunda desaparecieron por completo del panorama.
Cómplices en el silencio
Era cierto que los numerosos y extensos debates de la primera vuelta saturaron, pero cuando Duque comenzó a esquivar la confrontación de ideas con Petro, los grandes medios callaron o justificaron su renuencia tras una “lógica estrategia de campaña para no arriesgar”.
Supeditaron la agenda pública y el compromiso democrático de conocer las propuestas, compararlas y, sobre todo, establecer la coherencia y continuidad con los planteamientos de meses anteriores, a la conveniencia proselitista de un candidato.
Los debates son un derecho ciudadano, y los candidatos por lo tanto tienen el deber cívico y constitucional de asistir a ellos, pero los medios simplemente dejaron que el interesado se saliera con la suya. Tan sólo cuando los canales regionales propusieron un debate conjunto, los canales privados respaldaron con timidez la propuesta, pero sujeta a la asistencia de los candidatos es decir, dejando a voluntad de Duque la realización del requerido y frustrado encuentro.
Hubo iniciativas ciudadanas ante el Consejo Nacional Electoral para presionar por vía de tutela la realización del encuentro, pero no encontraron eco en los medios que resultaron haciéndole el juego, con su silencio y conformismo, a la decisión inveterada del Centro Democrático de evitar la confrontación de ideas.
Los medios interesados en el diálogo recurrieron a reunir frases para contrastarlas de manera asincrónica o a presentar repeticiones de encuentros pasados para ilustrar a las audiencias que esperaron en vano la realización de al menos un debate antes de la cita electoral.
Reality de simpatía
Acusando cansancio o siguiendo las directrices editoriales, muchos periodistas no hicieron énfasis sobre los temas programáticos desde la perspectiva ciudadana y eligieron, de manera facilista, entrevistas para indagar por los manidos imaginarios, a veces acunados en la propaganda negativa del adversario, como el peligro del castrochavismo, recayendo en la revictimización de pueblos y nacionalidades, como el de la presunta venezolanización del país en caso de irse por cierto candidato. Con el mismo pretexto de variedad pulularon las entrevistas informales para entrever “la otra cara” de los candidatos, que trivializaron los contenidos con preguntas de reinado, confesiones intimistas o trayendo a colación impromptus de talento en el canto, el baile o la memorización de datos deportivos, desconectados de los requerimientos de una primera magistratura, como si se tratara de un reality de simpatía, y así fue. Los medios acabaron de polarizar los candidatos y de sectarizar a sus seguidores con las preguntas de sí o no y las encuestas de repentismo, producto de un periodismo mal sano de enemigos, contrarios, parte y contraparte que ha narrado durante décadas al país dividido y en guerra sin posibilidad de grises, acciones reflexivas que permitan cambiar de posición o modular las opiniones, o de negociaciones y argumentación. En esta fase de la campaña se hizo evidente el doble rasero de los cuestionarios ya vislumbrado desde la primera vuelta. Ese sesgo, determinado por el ambiente, el tono y la raíz de las preguntas, aumentó las pasiones y azuzó tanto a los prosélitos como a las barras bravas que vieron cómo los diálogos prometidos se iban convirtiendo en interrogatorios que en muchos casos recogían, sin pudor, lugares comunes de decires callejeros, de pasillo o redes sociales sin que mediara la necesaria preparación e investigación de los periodistas sobre el personaje consultado.
Preferencias evidentes
Esa proliferación de entrevistas individuales llevó al periodismo radial al primer plano. Pero la radio salió mal librada en su reputación y su confiabilidad.
Periodistas, directores o conductores en grandes cadenas matizaron sus preguntas según el invitado. Fue evidente un guante de seda para Duque con preguntas cómodas y pocas contra-preguntas, mientras que los cuestionarios, pero especialmente los tonos y el asedio al candidato Petro fueron tan manifiestos que desencadenaron toda clase de reacciones ante los mismos medios y redes sociales.
La falta de balance, por la evidente línea política de entrevistadores y medios, afectó el pluralismo y equilibrio informativos, que están en la base del ejercicio periodístico. Exacerbó las emociones a tal punto que fue imposible distinguir en los contenidos la información del favoritismo, la militancia y el activismo ya ni siquiera disimulados de periodistas y directores.
Si bien es cierto que esos espacios radiales, especialmente los matutinos, suelen tener el tono de revista periodística donde caben noticias, opinión, análisis y hasta editoriales, desdibujar las fronteras y presentar géneros y formatos revueltos no le hace bien al ciudadano, ni al periodismo ni a la democracia que dicen defender:
- Al primero porque necesita información dura y pura para dirigir su vida y sus decisiones;
- Al segundo, porque politiza la información y la contamina de ideologías particulares y,
- A la última, porque limita por imposición el ejercicio de las libertades de opinión, expresión y de conciencia.
La falta de claridad en las narrativas y estéticas de esos espacios ha abierto brechas por donde, como diría García Márquez, se nos está escapando el periodismo. El reportero tiene que diferenciarse de los decires de las redes sociales, de los ciudadanos indignados y de las intenciones proselitistas, sobre todo con respecto a la honestidad y la transparencia.
Aunque todo medio periodístico privado o con intereses particulares tiene derecho a tener y expresar una línea editorial (de hecho, debería ser imperativo hacerlo para saber desde dónde y con qué intereses hablan o publican), por lo mismo debe asumir la obligación de establecer fronteras entre la información, el análisis, la opinión y los contenidos editoriales.
El pretexto no puede radicar en la sintonía o en las mediciones de audiencia para mimetizar el imaginario desueto de que “eso es lo que le gusta a la gente”. Por frases lapidarias como esa, el periodismo tradicional está perdiendo la partida con los nuevos medios, con los cuales, por fin, estamos conociendo a las audiencias, sus rutas y usos, más allá de la escasez de opciones a la que hemos estado acostumbrados en el ecosistema mediático colombiano. ¿Hasta cuándo?
Fueron muchos los propósitos de enmienda cuando, hace cuatro años, Juan Gossaín concluía que el periodismo se revolcaba en el fango de la política. Pero los vicios, carencias y errores se repiten de manera preocupante.
En épocas de calma el periodismo parece aprender la lección, pero en momentos de estrés por las coyunturas, olvida las misiones que tiene a cargo:
- Servir de foro para la discusión de ideas y no de escuela de adoctrinamiento.
- Tener claro que la única vía no es mirar la realidad desde la perspectiva de una campaña, sino ver las campañas desde la óptica de la realidad.
- Entender que aunque todo ser humano sufre de distorsiones conscientes e inconscientes, los reporteros deben prepararse para corregirlas.
- Saber que la labor de cubrimiento no está función de los políticos, y menos con los de más opciones, sino en función de los ciudadanos, y con mayor razón los más vulnerables.
- Y que los votantes son ciudadanos y no clientes o consumidores de ideologías mercantilizadas.
Bajo el pretexto del rating, no hay que ceder a reducir la agenda a temas emocionales, episódicos e impactantes que buscan ganarle al elector-audiencia por nocaut y cierra las posibilidades a los temas esenciales, con proyección de futuro, de discusión y construcción para ganarle al elector-audiencia por puntos.
Lo anecdótico, curioso, llamativo, pintoresco y divertido tienen un lugar en las narrativas mediáticas, pero circunscribirse a ellas trivializa y enajena los contenidos centrales en una justa electoral.
El periodista indistintamente de su rango, ante todo no debe olvidar que sin importar la distancia a la que se encuentre del poder, no es el poder y que su misión es hacerle siempre contrapeso, no revolcarse en el fango con él.
*Analista, columnista y profesor asociado de la Universidad Javeriana @marioemorales y www.mariomorales.info