Por Jorge Mario Sarmiento Figueroa
Eduardo Escobar viene de la primera mitad del siglo XX con una mirada precoz, capaz de entrar en línea directa con la conversación centennial.
En apariencia no le apuesta a nada, pero a punta de paciencia mordaz hilvana con el presente todos los temas que quiere, cruza datos y sabidurías milenarias para mantener en vilo a los lectores de sus libros y de sus columnas en el diario El Tiempo.
Lleva más de medio siglo con sus escritos en contravía, por su mirada de montaña azul desfilan los secretos de infelicidad que Barbie esconde bajo el glamour, con el mismo desparajo con que Hugh Hefner puso a Bertrand Rusell a posar con su intelecto al lado de un par de senos.
Los pensamientos políticamente incorrectos están ahora disponibles para los lectores en librerías nacionales con el sello editorial @intermediocol en una compilación temática que no está marcada por fechas, por la contundente razón de que este hombre lleva en su conversación una música interior con la que pueden deleitarse por igual los de Reader Digest y los de TikTok. Así de juguetona, como Momo y la tortuga Casiopea, es la sabiduría más allá de las etiquetas.
En Escritos en contravía, Eduardo Escobar señala la doble faz que cubre la realidad de las cosas. Por eso habla de tantas posibilidades del amor diverso en los cielos ciegos, como de caníbales a los que su cena los aman.
Difícil pensar un tema central que él no haya tecleado, como también soprende que el más nimio de los temas aparece de repente entre sus yemas. A través de los libros y de sus columnas uno puede verse sentado con él tomando un tinto, un aguardiente o un brebaje de maíz mientras escuchamos al lado de Pannonica el piano de Monk. Así como no hay perro que no se siente a su lado a mirar juntos la tragedia del atardecer.
De eso y tanto habla Eduardo Escobar, con el mismo desparpajo con que me permitió mostrarle mi ignorancia el día en que me atreví a entrevistarlo en la charla conmemorativa de los 66 añitos del Manifiesto Nadaísta, en la segunda Feria del Libro de Sincelejo.
Allí lo conocí, con media vida de diferencia, y desde entonces sonrío cada que vez chateamos o nos llamamos, como si fuéramos de una corriente atemporal más allá del samsara, con la certeza de que la montaña templada en la que vive lleva sus aguas a mi playa tropical.