Mi escritura es un proceso que atraviesa varias etapas.

Por John Better

Un examigo, en recientes conversaciones vía Facebook, se ha referido de forma peyorativa a mis escritos catalogándolos como “Literatura excremental”. En esas acaloradas conversaciones ha sido inevitable rememorar aquel encuentro que tuve hace tiempo con el senador Roberto Gerlein, con motivo de una entrevista titulada El Hitler de las Locas, y que apareció publicada en la revista Bocas.
Gerlein me resultó un tipo poseedor de un gran sentido del humor y una exquisita colección de arte contemporáneo que exhibía sin recato en su apartamento ubicado al norte de la ciudad de Barranquilla. Casi finalizando la entrevista, disparé a Gerlein una última pregunta:

-¿Usted sería capaz de darle un abrazo a un hombre gay? Juro que la hice con el más masculino de los acentos.
Algunos adeptos del Partido Conservador reunidos allí esa tarde, quedaron en silencio. Luego de algunos segundos, el paquidérmico político costeño respondió:
-Claro que sí. ¡Ombe!
-Bueno, este es el momento que lo haga, dije sin temor.

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Gerlein se levantó y me fundí con él en un breve abrazo. Su aroma a colonia de pino me acompañó durante el camino de regreso a casa.
Desde anoche me da vueltas eso de “Sigue haciendo tu literatura excremental”, a pesar del rencor y el odio contenido en el juicio de mi examigo, este no logra producirme ningún tipo de rechazo o molestia. Es más, pienso que es una acertada etiqueta para mi trabajo.

Mi escritura es un proceso que atraviesa varias etapas. Primero, todo es contemplación, el objeto de mi deseo suele aparecer en forma de Chico, travesti sidado, mujer obesa diabética, paisaje con cerros nublados o perro en descomposición con colmillos amenazantes, para citar algunos ejemplos. Seguido, me aventuro y tomo eso anhelado, lo palpo a ver si todavía late, lo llevo a mi nariz, lo inhalo profundamente. Luego pasa a mi boca, lo pruebo, lo degusto, y finalmente lo trago. Lo que viene después es un proceso de rápida digestión que mis siete estómagos se encargan de transformar en materia prima. Imágenes, diálogos, una que otra sencilla metáfora, entre otros artilugios del «oficio».

El texto ya ruge en mis entrañas, todavía no sale, se corre el riesgo de poder ser trasbocado e irse por la cañería. Pero en otras ocasiones ocurre el milagro de la asimilación, de la plena absorción de una idea que ya empieza a tomar forma de valiosa caca literaria.
Después, viene un fuerte retortijón, un viaje por oscuros túneles intestinales, y finalmente una placentera dilatación anal que culmina en un texto terminado. Antes de sentarme a analizar el producto de mi esfuerzo creativo, me limpio el trasero con la página de algunos de esos autores del momento. Ya reposado el texto, lo leo, lo releo, se lo muestro a algún cercano amigo que no sepa nada de literatura para que me dé su opinión. Después me arriesgo y lo mando por correo a algún editor de revista o periódico del país. Si corro con suerte, recibiré a vuelta de mail un comentario del tipo: “Ey, John, ese texto vale oro”. Aunque lo que me terminen pagando sea una completa mierda. Hoy es domingo, tengo cuarenta años, sin duda alguna soy un escritor excremental y no hay colonia de pino que disimule el olor.

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