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Rosendo Romero: el Poeta que hizo del vallenato un arte del alma.

Por: Ramiro Elías Álvarez Mercado

«Los poetas son hombres que han conservado sus ojos de niño»: León Daudí (escritor español),

La voz de los poetas es un instrumento invisible que hace vibrar las cuerdas del alma. Donde hay poesía, hay música, y donde la música brota desde las entrañas, el espíritu se desnuda, se reconoce y se libera. Hay compositores que escriben canciones y hay otros que, como Rosendo Romero Ospino, bordan emociones con hilos de palabras, de metáforas, de ternuras silvestres y honduras humanas, en las que cada nota, cada acorde, cada verso, es un reflejo íntimo de lo que somos por dentro.

En Villanueva, La Guajira, ese rincón donde el viento sopla con sabor a cactus, a cardonales y a historia, nació este poeta mayor. Fue un domingo 14 de junio de 1953 cuando llegó al mundo en el hogar formado por Escolástico Romero y Ana Antonia “La Nuñe” Ospino. El sexto de nueve hijos, seis varones y tres mujeres, y todos los hombres, como si en el corazón les palpitara un tambor antiguo, y por su sangre corriera los fuelles de un acordeón, se dedicaron a la música.

Así nació la dinastía de «Los Romero», una de las familias más representativas del vallenato: herederos de una sensibilidad que viene desde su abuelo Rosendo Romero Villarreal, y que florece con fuerza en su padre Escolástico, un verdadero juglar: compositor, cantante y acordeonista de los buenos, de los que tocaban con el alma. En Rosendo, la música no fue una opción: fue un mandato silencioso del destino, un talento sembrado en el corazón desde antes de nacer.

Villanueva no solo lo vio nacer: le dio raíces. Tierra de cafetales, de fragantes mañanas y rica en cultura; creció en el barrio «El Cafetal», cuna también de otras figuras insignes del folclor vallenato. Fue allí donde el niño Rosendo aprendió a mirar el mundo con asombro, con el alma abierta, con las manos llenas de música. No solo es poeta: también es músico de cuerpo entero, intérprete sensible del acordeón y la guitarra, esos instrumentos que abrazan y confiesan que cantan y lloran con él.

Pero lo que distingue a Romero Ospino, no es solo su linaje, sino la manera como transforma la emoción en poesía, y la poesía en canción. No es un compositor convencional. Es un artesano del verso, un jardinero de metáforas que cultiva sentimientos y los convierte en paisajes musicales usando con maestría las figuras literarias como el pintor usa sus colores: con intuición, con sabiduría, con asombro. En sus letras, el amor no es solo una emoción: es una flor que nace entre espinas, una luna que guía en la oscuridad, un suspiro que se posa en la orilla del recuerdo.

Rosendo escribe con los ojos de un niño y el alma de un sabio. En sus canciones la naturaleza es compañera del sentimiento y por eso sus versos están poblados de cielos que lloran de montañas que guardan secretos, de caminos que recuerdan besos, de flores que llevan el nombre de una mujer amada. Su poesía está viva, es cercana, y nos toca porque habla de lo esencial: del amor que duele, del deseo que espera, de la ausencia que cala hondo, de los sueños que no mueren.

Sus canciones más conocidas son verdaderos poemas con melodía. “Mi Poema” no es una simple declaración de amor, es un himno a lo que se siente cuando se ama sin condiciones, sin orgullo, sin miedo. “Noche sin Lucero” encierra la imagen perfecta de la soledad: la oscuridad del alma cuando el amor se ha ido. “Cadenas” es la confesión de quien ama con intensidad, aunque duela. “Romanza” es un canto dedicado a la entrega, una caricia hecha canción. En “Fantasía” el amor se vuelve sueño, deseo que vuela más allá de la razón. «El amor es un cultivo» es la siembra de un sentimiento, el cuidado y la dedicación que requiere para florecer. Y en “Sueños de conquista” el alma se convierte en guerrera, en luchadora por esos amores imposibles que valen la vida entera. Cada título suyo es una llave que abre una emoción profunda, un rincón escondido del alma humana.

Y si algo define a Rosendo Romero es su capacidad para convertir lo cotidiano en algo sublime, lo simple en extraordinario. Es un poeta del amor, sí, pero también del paisaje, del recuerdo, del deseo. Su capacidad para entrelazar el entorno con los sentimientos lo convierte en un maestro de la sensibilidad. En “Copitos de pino” por, ejemplo, no solo nos habla del amor: lo envuelve en un lugar paradisíaco, donde cada imagen, cada metáfora, cada aroma, tiene el peso exacto de una declaración emocional. Es una canción donde el amor no se grita, se insinúa; donde no se impone, se ofrece con delicadeza. Y en “Villanuevera”, aunque canta a una mujer, canta también a su tierra, haciendo de la figura femenina un símbolo de origen, de pertenencia, de belleza que florece como flor guajira en medio del campo.

Su creación no se limita al vallenato. También ha compuesto en otros aires del Caribe colombiano, dejando su huella en la cumbia y el porro. De su inspiración brotó «Zenaida», una de las cumbias más escuchadas a nivel nacional e internacional, interpretada por Armando Hernández. En ella narra con ternura la historia de una humilde mujer vendedora de frutas, que con su canto alegraba las calles de Cartagena. En esa canción, como en tantas otras, la dignidad de lo cotidiano se transforma en canto eterno.

Otra de sus obras musicales, “Me sobran las palabras”, ha traspasado fronteras. Con millones de reproducciones en las plataformas digitales y versiones interpretadas en distintos rincones del mundo, esta canción confirma que su poesía no tiene barreras, que su arte toca corazones más allá del idioma y la geografía.

Sus canciones decembrinas son otro de sus regalos para la música. En temas como “Mensaje de navidad”, “Mil navidades”, “Luces navideñas” y “Navidad”, Rosendo nos devuelve la ternura, la esperanza, el abrazo familiar. Lo llaman con cariño “El Cantor de las Navidades”, porque sus letras hacen parte del alma de cada diciembre, cuando los afectos se vuelven canción y el tiempo se detiene por un instante para recordar lo que importa.

Su primera canción fue “La custodia del Edén”, grabada por su hermano Norberto Romero en el acordeón y la voz de Armando Moscote. Desde entonces, la grandeza de su pluma no pasó desapercibida. Grandes intérpretes del vallenato grabaron sus composiciones: Rafael Orozco, Diomedes Díaz, Beto Zabaleta, Silvio Brito, Jorge Oñate, Juan Piña, Iván Villazón, Jairo Serrano, entre muchos otros. Porque cuando una canción nace del alma, todos quieren cantarla. Además, comparte sangre con el gran Israel Romero, “El Pollo Isra”, uno de los acordeonistas más célebres del folclor colombiano y fundador del Binomio de Oro, otra joya de esta familia prodigiosa.

Rosendo Romero no solo escribió canciones: construyó un universo lírico y emocional donde caben todos los que han amado, llorado, soñado o perdido.Su música no solo entretiene: acompaña. No solo gusta: conmueve. Y en cada uno de sus versos hay una invitación a mirar la vida con ojos nuevos, con más sensibilidad, con más poesía.

No en vano, el doctor Ángel Massiris Cabeza, geógrafo, escritor e investigador, lo rebautizó como “El poeta del camino”. Y es que en muchas de sus canciones, el camino aparece como símbolo de búsqueda, de esperanza, de vida que avanza. El camino para el maestro «Chendo», como lo llaman cariñosamente sus amigos y familiares, no es solo paisaje: es destino, es tránsito del alma, es memoria que camina.

Hoy, más que nunca, su legado se alza como un faro en medio del ruido. Porque en una época donde la música muchas veces pierde su alma, las canciones de Rosendo nos recuerdan que aún existe espacio para la belleza, para el verso cuidado, para el arte que nace desde lo profundo y se queda a vivir en nosotros.

Gracias, maestro Rosendo Romero Ospino, por recordarnos que el alma también tiene guitarra, que la palabra puede ser río, viento, camino y abrazo, que en cada canción verdadera late una historia del hombre y del universo.

Gracias por enseñarnos que la belleza no muere: solo cambia de melodía. Que en el acordeón se esconde la respiración del tiempo y en la poesía, la huella invisible de los que amaron con verdad. Su arte no pertenece solo al vallenato: es patrimonio del alma humana, es una brújula en medio del ruido, una lámpara que alumbra los caminos del sentimiento. Quienes escuchamos sus versos no solo oímos música: escuchamos la vida misma queriendo decir algo antes de callar.

Por eso, Maestro, su canto permanecerá más allá del polvo y del olvido, porque la eternidad se escribe en canciones como las suyas donde el corazón se vuelve palabra y la palabra milagro.

Sobre el autor

Comunicador y Periodista. Editor deportivo de Lachachara.co, tiene experiencia en radio, prensa y televisión. Se ha desempeñado en medios como Diario del Caribe, Satel TV (Telecaribe), RCN, Caracol radio, Emisora Atlántico, Revista Junior. Fue Director deportivo de la Escuela de fútbol Pibe Valderrama y dirigió la estrategia de mercadeo y deportes de Coolechera. Para contactarlo: Email: figueroaturcios@yahoo.es
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