La Guajira es una tierra bendita que te arranca todos los males del alma y también los prejuicios, es un mar de identidad en cada rincón.
Por Melissa Ochoa/enviada especial
¡Qué más se podía esperar de una “Ari juna” (una persona citadina, civilizada o, blanca, en el lenguaje original de la etnia Wayuú) como yo en tierra Wayuú! Debo confesar que solía ser de esas costeñas consumidamente globalizadas que prefieren la música en inglés u otro idioma, antes que un vallenato.

El colorido caribe de la vestimenta contrasta con las condiciones infrahumanas en que vive la población wayuu.
Tristemente, nunca había escuchado una rueda infantil en wayunaiqui, y no sabía de lo que me perdía, en cuanto a la música del acordeón colombiano, más allá de Carlos Vives solo lo escuchaba en condiciones específicas, de noche en la playa citando los clásicos versos de los juglares de antaño, género periodístico propiamente colombiano por el cual me pesan las razones para aprender a amarlo, o en caso tal que se tratara de los arpegios y el canto de Chabuco, por una historia de amor que guardo en el corazón, aquí en cambio, sin ninguna razón.
Hasta ahí llegaba mi gusto por todo lo que proviniera de La Guajira, lo demás, muy apenadamente por mi forma de pensar, para mí solo era sinónimo de narcotráfico y disparos, camionetas Toyota blindadas, “La burbuja” o “La Prado”, la botella de Old Parr y prepagos rencauchadas con maridos traquetos gordos y feos con acento de patrón de hacienda que nada tienen que ver con esta hermosa cultura nuestra, porque guaches e ignorantes hay en todas partes, cuál era mi caso y pido perdón, la gente guajira que yo conocí son lo que significa su nombre, Wayuu: Persona, en toda la plenitud de la palabra.

La pobreza es tal, que a veces apenas se puede juntar el fogonsito a la media noche para mitigar el hambre con cualquier guiso, así sea de iguana.
Como pasa con los amores idealizados, todo eso cambió en tan solo dos días mientras estuve de estadía en la ranchería Guaymaral a unos escasos kilómetros de las playas de Mayapo, entre Riohacha y a unos cuantos kilómetros de Maicao, ya que por allá fuimos a parar mis gafas, mi mochila rosada y yo, también descubrí que en realidad ella es un Susú y que es parte del traje típico de las mujeres, y en su interior, el cuaderno y el lápiz que llevaba junto a una cámara provisionalmente adoptada para documentar la vida gastronómica de los Wayuú y sus juegos tradicionales infantiles.
Con esa excusa, atravesaría un río muy frío, aunque un poco menos que cuando apenas sale de la Sierra nevada sin que lo toque fácilmente la luz del sol, dormiría en un cementerio indígena bajo una enramada que me protegería de un fuerte aguacero a la media noche, porque tan imprudentemente como la muerte, pero en el momento preciso, llegaría en compañía de mi equipo de trabajo, una educadora, una cocinera y yo, alias «la periodista», el primero de noviembre, Día de los difuntos, a comer chivo en honor a ellos, y sopa de Shampulana que es Ahuyama y vegetales, y arepas de chichiguare hecha con una mazorca morada, y un tiburón que jamás pensé comer en mi vida pero para no hacer mal gesto a nadie ya que vi que se ofendían, y un café que no es café pero que a eso sabe y que además tiene poderes curativos, ya que sana adicciones como el alcoholismo, y pone a los hombres a sentir los síntomas de una mujer embarazada cuando siente el olor a ron, la planta de Purantana.

La típica construcción de viviendas en una ranchería indígena de La Guajira. Las hacen con los elementos que les da la naturaleza: el cardón, el dividivi y la tierra mojada convertida en barro.
¡Qué tierra más hermosa! Ahora que estoy en mi casa en Barranquilla rememorando los paraísos por los que tuve que pasar agradezco el vasto trayecto de flora que pude observar y que hacen parte de mí Colombia, aún hoy cuando cierro los ojos mi cerebro comienza a seleccionar las imágenes del día o la semana para hacerlas memoria a largo plazo y lo primero que llega a mi inconciencia es la silueta de la montaña de la Sierra nevada de Santa Marta a lo lejos abrazando la carretera, las puertas del Tayrona cerrado por ser época de pagamentos por donde pasamos de ida y regreso y las faldas de la montaña sobre Dibulla frente al Mar Caribe, antes de entrar al reino mismo de los chivos, la manta Guajira y el chicha maya, con las imágenes vienen a mi mente los sonidos de las mujeres indígenas hablando de sus chismes en su idioma y contando a los demás que no hablan nuestra lengua quiénes somos nosotras y todo eso se arraigan profundo en mis recuerdos para siempre, ahora todo vallenato me gusta porque me transportan a la tierra donde me sentí tan libre, la tierra de “Kashi” o Luna, como traduce su nombre, una niña con la que pasamos mucho tiempo, convenciéndome cada vez más que la luna me sigue a donde vaya en forma de niña como si algo quisiera decirme, María Alejandra “Marrueca” ordeñando cabritas como toda una experta, Jesús llorando para que su mamá lo pasara para el chinchorro de ella en la noche y todos al cuidado de una mujer que es la líder comunitaria, la madre, partera, consejera, la Tía Matriarca del clan, Doña Saida que con sus hijas mayores se encargaba de que nada le pasara a la hija ajena como nos decían, y varias veces en la noche hacían ronda para ver que estuviéramos cómodas, dormidas, despiertas, seguras, tranquilas, en todo momento, con ellas abrimos el corazón y yo incluso a temas muy personales de los que hoy pasado el tiempo es más fácil burlarse y más con los chistes de ellas.
Los niños fueron otro gran descubrimiento, con ellos me bañé en el mismo río frío que solo me atrevía a pasar una vez al día, sin embargo ellos felices lo pasaban cuantas veces fuera necesario, ya en sus aguas aceptamos las mascarillas de barro en la cara, y las místicas historias que lo rodean, como las “sirenas jalapatas” hasta que nos concentrábamos y nos asustaban, o la llegada de la santa patrona de la ranchería “Santa Helena” una estatua que llegó en contra de la corriente y que recogieron asustados en medio de la oscuridad creyendo que se trataba de algún cuerpo arrojado al olvido, pero que les dio la sorpresa de ser la madre de Constantino asesino de cristianos, mientras ella se daba al cuidado de los desposeídos por su sangriento hijo pero que mientras se acercaba a Guaymaral flotaba incomprensiblemente sobre las aguas del rio ranchería como si el hecho de que fuera una estatua de yeso no tuviera mucha relevancia, cuentan que otras veces han vuelto a intentar ponerla en el agua, pero ahora que tiene casa junto a ellos y que le prenden vela, se hace la que no sabe nadar y se hunde.
Durante esos días me prestaron un chinchorro para dormir a la luz de las incontables estrellas y los niños también quisieron dormir con nosotras, solo que dormir no era tarea fácil, ante un cielo estrellado como ese, uno no quiere perder un solo minuto de contemplación porque sabes que pronto iras a una selva de cemento en donde será casi que imposible verlas, igual que imposible era intentar saber cuál constelación era cuál cuando los niños me preguntaban, intente mirar fijamente una sola estrella por un buen tiempo sin perderla de vista y al otro segundo no sabía que parte del cielo estaba mirando pero era bello todo en su inmensidad.
Muchas son las palabras tanto como las estrellas de esas noches y las aventuras, como hacer Wayunkeras a la luz de la fogata con los niños en medio de la oscuridad, son muñecas hechas de barro que se toma de los alrededores del río y en eso consiste su juego en hacerlas con sus propias manos dándoles forma mientras su abuela les cuenta la historia y la labor de la mujer y el hombre, él sin brazos para mostrar que siempre está aburrido y que en realidad no se le ven porque siempre los tiene cruzados y ella con cuatro brazos para hacer de todo, algunos cortan un poco de su propio cabello y lo ponen a las muñecas para darles un toque más de realidad, así es la Guajira, real y autentica, llena de gente amable y buena, con costumbres preciosas que en medio de una tierra árida te depuran el alma, si por las noches tienes un mal sueño te levantas temprano y te acercas al tizón para que el humo se lleve la mala energía, tantas son las historias que no me alcanzan para contarles, pero no quería dejar pasar un solo día sin compartirles que en la Guajira hay una tierra hermosa que vale la pena visitar.