
Hay momentos en que el ser humano se acobarda y no quisiera levantarse jamás hasta cuando llegue su momento final.
Por Rafael Sarmiento Coley
Nunca escribo en primera persona. Hoy rompo esa regla. Primero para explicar que, cuando falleció mi hermano y compañero de tantas aventuras Rubén Darío Sarmiento, sentí que había perdido media parte de mi vida.
Esta semana quien se fue adelante en este inescrutable camino de la vida fue Andrés Salcedo Gonzáles. Fue un golpe tan duro que no pude levantarme para ir a darle el último adiós. Me sentí como ese bulto de carne y hueso tirado en la lona que no sabe distinguir dónde queda la salida para correr, aunque ya no tenga fuerzas.
Con Andrés nació la amistad siendo yo muy muchacho y él ya un jovenzuelo con un bigotico ralo que empezó a salirle a punta de yuca y queso en el internado de la Normal de Varones de Corozal, Sucre, en donde gracias a la complicidad de dos Narcisas (Turcios Seva, dueña de la tienda ubicada frente a la Normal; y Barrios de Buelvas, ecónoma de la Normal) tenía sobredosis alimentaria. De esa amistad con Andrés nació mi afición por la radio y la literatura.

Andrés llegó a Barranquilla como un turbión, en uno de esos momentos rutilantes de la radio barranquillera. Con talentos que eran requeridos por empresa radiales de Bogotá, Medellín, Caracas y hasta Nueva York.
En Cartagena había iniciado el boom uno que alternaba la radio con la música: Marcos Pérez Caicedo Nacido en Calamar, Bolívar, quien luego haría historia como uno de los mejores narradores de noticias, béisbol y boxeo; y el cartagenero Bob Toledo.
Buscando nuevos horizontes
En Barranquilla de inmediato se formó un tsunami conformado por Andrés Salcedo y ‘El Loco’ Colina, quienes revolucionaron la radio musical. La sacaron de las cabinas encerradas, enconchadas, y la sacaron a las calles dándole el micrófono a la gente. Fue la primera vez que los oyentes pidieron la música que deseaban escuchar.
Fue tanto el éxito de dicha novedad, que a los pocos meses un oficial de la policía en Valledupar, después de ganarse una lotería y ‘otras cositas más’, montó una potente emisora denominada Radio Guatapurí (hoy propiedad de la familia Araújo Noguera) y se llevó a Andrés como estrella. Como todo aventurero, después de dejar la emisora en la máxima sintonía en compañía con el Loco Colina, Andrés fue contratado por una de las principales cadenas radiales nacionales.
Fue en ese momento cuando se inspiró -en la lejanía- para componerle a Valledupar los momentos gratos que vivió en aquella bella ciudad.
Fue muy poco el tiempo de Andrés en Bogotá. Su espíritu andariego siempre estaba buscando nuevos horizontes. Hasta cuando le salió un viaje a España a trabajar como corrector de primera del periódico vespertino, en donde en la práctica tenía que redactar los textos de nuevo. Hasta cuando vio un avisito -por allá perdido en las clasificados- que solicitaba traductores de español al alemán. Más no decían para qué entidad era.
En todo caso, como buen aventurero, Andrés se lanzó al agua sin salvavidas y sin saber nadar y terminó en Colonia, Alemania, en una estación radial local de la ya mundialmente famosa Deutsche Welle.
Cuál no sería mi alegría al recibir aquella que sería las primeras de las 20 cartas que intercambiamos durante el exitoso periplo de Andrés por Europa, en las principales transmisiones del fútbol mundial, las más acreditadas competencias ciclísticas y los primeros «Telenoticieros» que llegaban junto con los rollos de algunas películas como ‘El mundo al instante’.

Por esos días, en Brasil, cumplía sus últimos días en la Tierra el astro mundial del fútbol Heleno De Freitas, a quien Andrés tanto admiró y en quien se inspiró para dejar testimonio de su calidad literaria con la novela El día que el fútbol murió.

Cuando volvió a asentarse de manera definitiva en Barranquilla, en donde gerenció Telecaribe y siguió siendo la gran voz de muchos medios y proyectos, incluido el trabajo musical de la banda Pueblo Santo (candidato a los premios Grammy en el año 2020), Andrés aterrizó muy oportuna y certeramente en un buen aeropuerto: el amor y la ternura de Vilma Ortega, una intelectual y vivaz mujer que supo comprender su mirada oceánica. Con ella compartió sus últimos hermosos momentos, frente a la playa de Puerto Colombia, disfrutando una vida tranquila y sosegada.
