Por Rossy Hernández – Semillero de Periodismo UniMinuto – Profesor Iván Duva
Neila Domínguez Martínez, a sus 58 años, es una persona cuya presencia se siente como refugio. Aunque de carácter reservado, su mirada y sus gestos reflejan una calidez profunda.
Cuando habla de su vida, su voz transmite la serenidad de quien ha convertido un oficio en sentido, y una necesidad en tradición. Está casada y es madre de cuatro hijos —dos mujeres y dos hombres— a quienes, como ella misma dice, “ha sacado adelante con la fuerza de la yuca y la fe en el trabajo honrado.”
La conocí por el tenue hilo de un parentesco: la tía de una amiga de mi madre. La encontré con las manos hundidas en la yuca, el delantal manchado y una sonrisa tranquila.
—Ay mija, aquí siempre me va a encontrar, con las manos ocupadas. Si no es en la yuca, es en la mazorca.
Lo que parecía un encuentro sencillo escondía algo extraordinario: detrás de ese vínculo descubrí a una mujer que había hecho del oficio un legado. Lo primero que supe de ella fue la fuerza de sus manos, siempre ocupadas en la labor que le dio sustento y dignidad. Pronto entendí que lo que estaba conociendo no era solo una receta, sino una existencia envuelta en hojas de maíz y aroma a yuca.
En el corregimiento de Caracolí, jurisdicción del municipio de Malambo, el bollo nunca fue solo una comida: fue un salvavidas.
Neila lo aprendió desde niña, bajo la guía de su madre.
—Uno aprende que la yuca no es solo para comer, sino para vivir de ella.
«Desde muy niña, yo hago bollos de yuca, de mazorca, de angelito”, recuerda, como quien repite una verdad grabada en la memoria.
Para ella, el bollo es la médula de su existencia “En mi casa siempre hemos sobrevivido a raíz de los bollos. Los bollos para mí significan todo, mi infancia, mi vida, porque gracias a ellos pudimos ir a una escuela y aprender lo que hoy sabemos. A raíz de mis bollos he sacado a mi familia adelante.”
El bollo empieza antes que el día
El día de Neila empieza a las cuatro de la mañana, cuando en el pueblo el sol todavía no asoma.
El agua fría la sacude del sueño mientras piensa en el siguiente paso: rallar, exprimir, dejar reposar. La yuca, pelada la noche anterior, espera el ritual de la madrugada: “Yo me levanto a lavar la yuca… se manda que la rayen, luego cuando la traen se les saca el líquido que tienen para luego ponerlo a que se asiente, porque de ahí sacamos el almidón de la yuca.”
Ese proceso meticuloso es lo que asegura la calidad que la distingue. Su secreto no es mágico, es herencia, paciencia y la devoción con la que envuelve cada porción.
—Esto no tiene misterio, es cuestión de paciencia… pero la paciencia también se hereda.
Durante años, Neila recorrió las calles vendiendo sus bollos. Fue el rebusque diario lo que le permitió sostener a su familia, pero su constancia y la calidad de su trabajo hicieron que su oficio creciera.
Enyúcate
“Ya generalmente no vendo mis bollos en la calle, sino que acá viene una persona, los compra por cantidades y los distribuye en diferentes partes.”
Ese paso de la venta directa a la distribución le abrió la puerta a un capítulo aún más importante: la Fundación Enyúcate, donde hoy es reconocida como matrona.
—Yo enseño porque siento que lo que aprendí de mi madre no debe ser solo para mí.
Enseñar es su forma de asegurar que la historia de su casa siga viva en otras manos. Ahí, más que productora, Neila es maestra, transmisora de un saber ancestral que se niega a desaparecer. Su cocina se volvió aula, y sus bollos, patrimonio. Sus hijas también son parte de Enyúcate, orgullosas de seguir el camino de su madre.
Neila sonríe al recordar cómo algunos niños miraban con desconfianza aquellos bollos transparentes.
“Unos niños que nunca habían probado los bollos y creían que eran feos… pero luego, cuando los probaron, decían que eran deliciosos. Y uno de esos niños se comió dos bollos él solito.”
—Es que uno se ríe… al principio los miraban raro, como diciendo: ¿y eso qué es?… y después no los soltaban.
Su anécdota describe lo que ocurre siempre… el bollo, como ella misma, maravilla y gana corazones.
En cada bollo que sale de sus manos es un puente entre generaciones donde se guarda la herencia de su madre, la dedicación a su familia y la certeza de que un oficio honesto puede moldear vidas.












