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Homenajes en la tierra del olvido

Por Alejandro Rosales Mantilla

Conocí a Egidio Cuadrado en la televisión, como la mayoría de los de mi generación. El maestro aparecía junto a Carlos Vives en la novela ‘Escalona’.

En una escena que recuerdo especialmente por su alto grado de tensión, Rafael Escalona celebraba junto a las personalidades más importantes de Valledupar el centenario de la Niña Dominga Gnecco Coronado. Al agasajo Pipe Socarrás llega borracho y delante de todos los presentes besa a Desideria Zabaleta, mientras Vives canta ‘La ceiba de Villanueva’ con el acompañamiento del acordeón de Egidio.

“En la ceiba de Villanueva yo vi un gavilán sin plumas anunciando que se lleva en sus garras a una viuda”.
“Como lo dejen llegar y se la encuentre solita, van a ve’ a esa palomita en el pico del gavilán”.
“Y se la puede llevar, en el pico el gavilán, y se la puede comer, si no se avispa con él”.

El final trágico que propició lo sucedido en esa fiesta es parte de la mitología vallenata, todo bajo ‘La ceiba de Villanueva’ que Egidio tocó vestido de saco y corbata.

Años más tarde, muchos, tuve la oportunidad de estrecharle la mano. Fue en una parranda en Valledupar. Yo era camarógrafo de Ernesto McCausland, estaba trabajando y no me aguanté las ganas de acercarme hasta donde él se encontraba para expresarle mi admiración. Después lo vi en la redacción del periódico El Heraldo un par de veces más. Su carisma, sencillez y mirada transparente permanece indeleble en mi memoria.

En 2021, a raíz del Premio del Consejo Directivo de los Latin Grammy que recibió, lo llamé a entrevistarlo. Acababa de desayunar hígado guisado, yuca, guineo verde y jugo de guanábana. Al otro lado de la línea se escuchaban los cubiertos contra el plato rematando los últimos vestigios del manjar provinciano.

Me dijo que en las más de cuatro décadas que llevaba viviendo en Bogotá, la comida típica del Cesar y La Guajira que le preparaba su esposa Fanny Maldonado, lo mantenía sano y con la moral alta porque así extrañaba menos.

Como si estuviésemos conversando en esa parranda vallenata de Israel Romero, recordó el primer acordeoncito que le dio su madre, Cristina Hinojosa, de cómo aprendió a tocar “solito”, mirando y escuchando en su natal Villanueva a Escolástico Romero, Antonio Amaya y a su hermano Hugues, de lo duro que le dio el Covid, de la mochila y sombrero vueltiao que no abandonaba en ningún lugar del mundo que visitaba, de su compadre Carlos y su voz clarita para cantar, del festival Cuna de Acordeones de su pueblo, de sus ganas de seguir pa’ lante con fe y optimismo por su familia y la música vallenata.

Egidio recibió muchos homenajes en vida, sin embargo, quizás, nunca serán suficientes para su tamaño e influencia en la música colombiana, en el folclor vallenato. Como muchos otros, respetuosamente pienso que el Festival de la Leyenda Vallenata quedó en deuda con reconocerle en vida su legado, mucho más cuando fue proclamado Rey en 1985.

Mi llamado es a que el Festival de Valledupar y su presidente, Rafael Molina Araujo, rinda tributo en vida a los grandes artistas del género que aún viven. Figuras monumentales como Alfredo Gutiérrez merecen disfrutar vivos de ese reconocimiento. Que toquen su acordeón y reciban el aplauso del público y de sus colegas en la Plaza Alfonso López o en el Parque de la Leyenda Vallenata ‘Consuelo Araújo Noguera’. Que ese momento no se perpetúe en un velorio que después sale en los noticieros de la noche y las redes sociales. Que ese instante no se esfume en homenajes al olvido.

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