Ya se acerca el sonar de acordeones y es hora de contar relatos previos al nacimiento de esta fiesta que le da renombre a la región y al país.
Por Rafael Sarmiento Coley – Director
Son dos historias en una. Ambas sucedieron antes del Primer Festival de la Leyenda Vallenata. La primera ocurrió en marzo de 1952 y fue publicada en El Heraldo el 15 de ese mismo mes y año. Ocurrió que por esas calendas Gabriel García Márquez era columnista diario del principal periódico barranquillero, con su Jirafa, firmada con el seudónimo de Séptimus.
Vivía en el famoso “rascacielo”, un edificio moribundo cerca del diario y de la hoy remozada Plaza de San Nicolás. Para tratar de completar los ingresos que le permitieran llevar una vida decorosa, Gabo consiguió convertirse en el representante legal y vendedor único para toda la Costa Caribe de unos mamotretos que pesaban más que un bulto de ñame, denominados “Enciclopedias para la agricultura, la ganadería y la vida productiva de la tierra”, más otros libracos menos voluminosos y folletos por montones.
Pensó que su gran “nicho” para llenarse de plata con la venta de semejante material sería la zona del Valle de Upar. Durante meses recorrió la antigua Provincia de Padilla y Valledupar. Los potenciales compradores –ricos ganaderos y agricultores- por quitárselo de encima, le decían que comprarían los ejemplares, pero a crédito.
De esa manera Gabo vendió en un abrir y cerrar de ojos toda su mercancía. Lo que no imaginaba el bisoño vendedor de libros ajenos es que sus compradores nunca pagarían, por lo tanto él nunca recibió un centavo de comisión, y de paso llevó a la editorial a la quiebra.
Ya cansado de deambular de un pueblo a otro, sin dejar de enviar sus Jirafas de manera oportuna, le afloró su siempre presente olfato de periodista croniquero. Se fue a la pequeña población de La Paz y allí encontró la que podría ser la primera crónica periodística que se publicó en Colombia sobre la música de acordeón, hoy conocida de manera genérica como música vallenata. La siguiente es la reseña de Gabo:
Algo que se parece a un milagro
No sé si fue una fortuna -desde mi punto de vista de simple turista- o una circunstancia lamentable, desde otra ángulo, el hecho que a mi llegada a La Paz, en el Magdalena, hace algunos días, hubiera encontrado que aún se respiraba, allí un ambiente de Ley marcial, como consecuencia de ciertos episodios amargos, ocurridos hace más de un mes, y de los cuales dio cuenta la prensa de todo el país en su oportunidad. La Paz como su nombre lo indica -es un pequeño pueblo de gente humilde y pacífica, un centro de agricultores al cual es preciso ir si se desea escuchar – al pie de la vaca, como quien dice – la música vallenata en su estado original.
No podría decir cuántas personas ejecutan con maestría el acordeón en ese lugar. Pero mucho menos podría decir cuántas saben cantar los aires folklóricos, que allí nacen y crecen con una fecundidad tan prodigiosa, como la velocidad con que se olvidan para abrirle espacio a los nuevos cantos, porque en La Paz todo el mundo canta de nacimiento, en cualquier parte y a cualquier hora.
Lo extraordinario para contar es que cuando llegué a La Paz hacía exactamente un mes que no se oía cantar a nadie. Sobre los escombros de veinticinco casas incendiadas, los hombres habían cerrado sus acordeones y las mujeres se habían refugiado en el melancólico y taciturno silencio que sucede a las grandes catástrofes. Juan López, el mejor acordeonero de la región, había abandonado el pueblo dos días después de los amargos sucesos. Y los otros, los que permanecían allí, discretamente sentados a la puerta de sus casas, se negaban sistemáticamente a interpretar los aires que les solicitábamos. Aquel era un pueblo extraño, desconocido, sin una sombra humana por sus calles desiertas y unas casas cerradas y oscuras, dentro de las cuales apenas podría oírse el profundo latido de los malos recuerdos.
La legendaria dinastía de los López
Por último, un poco antes de las ocho, cuando el silencio hacía suponer que estábamos en el filo de la media noche, nos decidimos a convencer, por cualquier medio, al acordeonista Pablo López, hermano de Juan y miembro de una familia de músicos tradicionales, de que nos permitiera oír su música por un instante. No fue fácil la tarea. Todos los argumentos parecían inútiles cuando Pablo López alegaba que hacía un mes que no tocaba el acordeón, que había perdido la práctica, que había veinticinco casas incendiadas y dos campesinos muertos; que las mujeres no salían de sus casas, que no cantaban, que no querían comer.
Resultaba difícil destruir aquellos argumentos y hasta habríamos desistido de nuestra empresa si no es porque en ese instante una mujer vino de la casa de enfrente, con un niño acaballado en la cadera, le dijo a Pablo López: “por nosotras no te preocupes, Pablo. Si quieres toca, que hace un mes que no se oye música en este pueblo”. Pablo pensó un instante. Hubo un largo silencio de todos los presente y por último, acomodándose en la silla, sonriendo, todavía pareció indeciso pero ya con el cosquilleo de las teclas en los dedos, Pablo le dijo a uno de sus chicos: “Bueno, muchacho, tráeme el acordeón para ver qué pasa”.
Y pasó lo que tenía que pasar. Pasó que Pablo López tocó como nunca en su vida. Al cabo del rato llegó un hombre en un burro y se le dijo: “Canta, Sabas”. Y el del burro dijo: “Qué voy a cantar, si ya se me olvidó todo. Hace un mes que no canto”. Pero lo que Sabas tenía eran deseos de cantar; y cantó. Y luego cantaron todos lo que fueron llegando. Y cantaron las mujeres. Y ya a la media noche, cuando dejamos a Pablo López, inclinado aún sobre su acordeón, nos encontramos de repente en un pueblo completamente distinto. En la esquina, acuclillado en el umbral, un muchacho tocaba una dulzaina. Y más allá, en el pueblo recién despertado, sentados a la puerta de sus casas, dos o tres hombres más tocaban el acordeón. Las tiendas estaban iluminadas y en mitad de la plaza, a todo grito, con una voz destemplada, un borracho cantaba el último paseo de Rafael Escalona. El comentario final lo hizo la dueña del hotel, que estaba en la puerta del establecimiento, mirando al hombre que cantaba: “Es el primer borracho que se ve desde hace un mes”, dijo.
La foto de antes del Festival
En junio de 1967 Gabo publicó su “Cien años de soledad”, para llenarse de gloria y fama él, y de honra Aracataca y Colombia. Esa obra sería el camino abierto hacia el Premio Nobel de Literatura que obtuvo en 1982.
Con el fin de compartir con la patota de sus amigos del llamado Grupo de Barranquilla, Gabo se vino de México, pasando por Buenos Aires, en donde tuvo la fortuna de que le prestaran atención a la calidad de su obra y le dieron cabida en una editorial que apenas comenzaba, y aterrizó en Barranquilla.
Por esos días en Valledupar se le organizaba un homenaje a Alfonso López Michelsen, porque en 1966, siendo Senador del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), presentó al Congreso de la República un proyecto que se convirtió, sin mayores dificultades, en Ley, para crear el nuevo Departamento del Cesar, segregado del Magdalena Grande. López estaba por fuera del redil del oficialismo liberal, por su rebeldía y acérrima oposición al Frente Nacional que compartían de manera amigable los dos partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador.
En una jugada maestra, Carlos Lleras Restrepo, de manera socarrona y astuta, propuso y logró convencerlo, que López Michelsen, por ser el padre putativo del nuevo Departamento, fuera su primer gobernador. Era lo menos que merecía. La carga de profundidad era que, al aceptar dicho nombramiento, López Michelsen renunciaba a su rebeldía, sepultaba al MRL y entraba por la ‘puerta grande’ a la lista de aspirantes presidenciales por el liberalismo, ya no como disidente, escenario en el cual había sido derrotado en dos ocasiones de manera aplastante.
Los dos enviados especiales
Desde Bogotá Enrique Santos Calderón, entonces jefe de redacción de El Tiempo, envió a su camarada (les decían “los guerrilleros del Chicó”) Daniel Samper Pizano para que cubriera el homenaje que el pueblo vallenato le ofrecía a su héroe político Alfonso López Michelsen.
Como fotógrafo enviaron desde Barranquilla a Gustavo Vásquez Vengoechea, barranquillero, único fotógrafo que estuvo en todas esas reuniones, previas al homenaje a López Michelsen en la Plaza Alfonso López, que se hicieron en la casona del doctor Hernando Molina Maestre, el mismo “doctor Molina” de la “Patillalera”, abogado de la Universidad Nacional, exmagistrado, que ya no cambiaba su “chinchorro ni por la silla del Gobernador”.
En ese patio inmenso de esa casa grande, lo más parecido en ese entonces a un hotel cinco estrellas (porque en esa época en Valledupar había pensiones, hostales y hoteluchos de mala muerte), había un tronco de un pivijay que se cayó de viejo. A Danielito y a Gustavo se les ocurrió sentar a los más notables que había en ese momento en el patio, en ese sobrante del arbusto destruido.
Una tarea parecida a tratar de meter a una veintena de pollitos en un su gallinero. Pero al fin se fueron ubicando. El primero, de izquierda a derecha, en sentarse fue el veterano político de la región Clemente Quintero, excongresista, exembajador de Colombia ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT); el odontólogo egresado de la Universidad de Pennsylvania Roberto Pavajeau (el célebre dueño del perro “Mayor Blanco” que Escalona inmortalizó en uno de sus cantos y que era una sátira contra el Mayor Blanco que el General Rojas Pinilla puso a mandar en Valledupar durante su dictadura); Álvaro Cepeda Samudio con su tabaco descomunal (periodista y escritor, autor de la novela “La casa grande”); Gabriel García Márquez y Rafael Escalona.
Todos los que aparecen en esa histórica foto ya se fueron de este mundo. Sólo sobreviven el cronista Samper Pizano y el fotógrafo Gustavo Vásquez. La foto fue publicada en El Tiempo el 23 de septiembre de 1967.
Las ingratitudes de la vida
Samper Pizano acaba de retirarse de la vida periodística, al cumplir 50 años de brillante ejercicio en El Tiempo, del cual fue accionista. Allí trabajó toda la vida, salvo un coqueteo con el diario El Pueblo, de Cali.
Samper Pizano es un maestro que deja huellas en el periodismo colombiano. Somos muchos sus discípulos. Tuvimos la suerte de asistir a numerosos seminarios y talleres que el entonces Círculo de Periodistas de Bogotá (CPB), émulo de la hoy existente Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, organizó en Bogotá, Cali, Medellín y otras ciudades.
Ese CPB histórico lo presidía Enrique Santos Calderón y el Secretario era Samper Pizano. Cuando Samper Pizano tuvo sus coqueteos con el Pueblo, nos vinculó como corresponsal en la Costa Caribe. Luego, cuando retornó a su casa materna, junto con Enrique Santos Calderón y su primo Rafael Santos Calderón, nos llamaron para hacer los pininos en Bogotá, en El Tiempo y luego como el primer coordinador de El Tiempo en la Costa Caribe, además como corresponsal viajero para retomar la presencia de la crónica en el diario.
Y Gustavo Vásquez, después de 29 años como corresponsal gráfico de El Tiempo, recibió el adiós, de la manera más ingrata, sin despedida, sin pensión, sin siquiera tener la posibilidad de recuperar su valioso archivo de fotos originales, entre ellas la de la casona del doctor Molina, que le ha dado la vuelta al mundo, en la mayoría de las veces sin que se sepa quién es el autor.
Por fortuna Gustavo vive de sus negocios particulares. Se casó con una bella y dinámica mujer, Sarita Cotes Núñez,(hija del maestro inolvidable Alfonso “Poncho” Cotes Queruz). Sarita es una de los “Tres monitos” que Escalona en sus “nostalgias describió con gran maestría”. Los otros dos monitos son Fausto y Sofía.
Gustavo y Sarita tuvieron dos hijos, Gustavo Adolfo y José Alfonso, exitosos arquitecto e ingeniero que tienen una próspera constructora en Valledupar.
Dos sucesos distintos. Dos historias con características diferentes. Y una hermosa coincidencia, el Festival de la Leyenda Vallenata, que hoy orienta con éxito Rodolfo Molina Araujo, nieto del célebre doctor Molina Maestre. Para su fortuna, Rodolfo es uno de los pocos miembros de esa dinastía que ha escapado al infortunio y a las acciones equívocas, haciendo honor a la heredad del legendario dueño de la casona en donde se “hospedaba” la gente de importancia que llegaba a Valledupar.