Nada más con verlo, el capataz se dio cuenta de que ese pelao no sabía bajar mangos. Pero darle trabajo fue su acierto.
Por Andrés Ibáñez (El Satírico)
Decidí apartarme de todos y de todo. Empaqué la poca ropa que tengo, tomé un taxi y me dirigí a la famosa Calle 17 en Barranquilla. Eran las 11:00 pm, olvidé que era domingo y que los pasajes costaban más de lo normal, por suerte tenía dinero. Al bajarme del taxi varios maleteros se acercaron para ofrecerme un lugar cómodo en uno de los buses que estaban disponibles, apenas pude pensar en escoger cuando un señor de aproximados 40 años tenía mis dos morrales en el hombro, caminaba en dirección a una flota de transporte que generalmente viaja a La Guajira.
Me bajaba muchos kilómetros antes del destino principal del bus, sin embargo la señora que tenía a cargo la venta de los boletos no vio problema en venderme el cupo. Instalado en el vehículo diversos pensamientos me acosaban, una parte de mí sentía que estaba huyendo, otra me decía que necesitaba un respiro, que había cosas y personas tóxicas de las que debía alejarme, y para rematar otra idea que me abatía era la de dejar de escribir definitivamente, pero me estrellé con una experiencia que no puedo dejar de compartirles.
Rebusque en el mango
Las cuatro horas que dormí al concluir el viaje parecieron cuatro minutos. Sonó la alarma del celular, eran las 4:00am del día lunes, me levanté, me bañé, me alisté y esperé a que un vecino saliera de su casa; él me había llamado la noche anterior para informarme que en una finca cercana al pueblo estaban metiendo gente, que debía estar muy temprano porque las labores en dicho lugar iniciaban faltando un cuarto para las seis.
La claridad del cielo se empieza a notar, el pueblo empieza a despertar, se escucha el sonido de las aves cantando y se ve también cómo vuelan hacia los arboles de las plazas, con el mismo rigor de rutina con que las señoras salen a barrer las terrazas. Miro mi celular, son las 5:30am, Edgar me dice que me suba a la moto, que no podemos llegar tarde. En el recorrido me va dando algunas indicaciones:
-Si te preguntan si eres bajador dices que sí, para que te dejen entrar… allá en esa finca lo que están necesitando es bajadores.
-Mmm… ya-, respondo con la mente en blanco.
-Los bajadores son los que se suben al palo y tumban los mangos, ya sea con gancho o con mochila, según los manden allá.
–Ah listo-, contesto como quien ya tiene todo claro. Finalmente llegamos a la finca, en el portón negro de la entrada estaba el administrador, un señor de algunos 50 años, tan alto como una vara de bajar mangos, su cabello es rizado y canoso, su contextura gruesa (casi obesa) al igual que su voz. Los trabajadores le apodaban ‘Bigote’. Se acercó a mí, me miró de la cabeza hasta los pies, detuvo su escaner visual por varios segundos en mis zapatos blancos, frunció el ceño y me preguntó:
-Llave, ¿usted es bajador?
-Sí.
-¿Seguro?
-Sí, claro-, le insistí ya resignado en mi mentira. A Bigote se le arqueó el bigote como al gato que caza un ratón, pero en ve de un maullido o un zarpazo solo se apartó y… «bueno, siga».
Empecé a caminar, solo veía arboles de mango alrededor, después de recorrer aproximadamente 100 metros de camino llegué a una casa, a las afueras estaban las personas que habían entrado antes cambiándose, la mayoría llevaban botas pantaneras y la cara cubierta; adentro de la vivienda estaba otro grupo organizando numerosas canastillas.
–¡Vengan acá los bajadores!-, gritó el coordinador de la finca, un señor de tez morena y baja estatura, su apellido era Márquez, aparentaba unos 40 años. Se acercó a una parte de los que nos estábamos cambiando, y con atención escuchamos sus indicaciones:
–Señores, vamos a dar lo mejor, de ustedes depende su continuidad acá. Vayan por sus canastillas y demás implementos, se quedan los nuevos para comentar algo más.
Quedamos seis personas, el señor Márquez nos dijo casi susurrando:
-Muchachos, necesito que ustedes sean sinceros conmigo, que me hablen con la verdad, si no son bajadores díganmelo ahora porque si les llega a pasar algo en el campo no nos vamos a hacer responsables, porque se supone que ustedes saben lo que están haciendo…
Hubo silencio, tragué en seco y levanté la mano para decirle al señor que no era bajador pero que quería trabajar.
-¿Alguien más quiere decir algo?-, preguntó Márquez.
El silencio volvió, me sentí perdido, pero creo que fue lo mejor no sólo para mí sino para todos.
-¡Bueno, vayan a sus puestos! Usted, el de los areticos, me acompaña- dijo, señalando el lóbulo de mi oreja derecha.
-Yo le voy a dar la oportunidad de que camelle por unos días, vamos a ponerlo de recogedor, ahorita lo llevo donde los demás para que aprenda como es la cuestión.
Seguí recorriendo el terreno, al pie de los árboles solo había mangos y un mar de hojas secas que hacían de alfombra para quienes andaban por ahí. Las mosquitas ya empezaban a incomodarme, me las sacudía con las manos para tratar de quitármelas de encima, pero mis intentos eran inútiles. Llegué donde estaban los recogedores, todos tenían un balde al que se le conocía como ‘carro’, en dicho recipiente sólo se podían echar los mangos maduros en buen estado. Los que estaban muy maduros o maltratados se pisaban para que nadie los recogiera.
Cuando el ‘carro’ estaba lleno se vaciaba en unas canastillas de color amarillo; luego, un señor en un carro de caballo al que le decían ‘carrero’ los montaba en el mismo para llevarlos a la zona de selección, lavado y empaque.
Agacharse y levantarse, una y otra vez, hasta que no quedara nada en el suelo, esa era la tarea hasta la hora del sol pleno. A esa hora se hacía una pausa para almorzar, también para descansar la espalda y sobre todo la cadera, parte del cuerpo más afectada en el sube y baja de la labor.
Faltando cino minutos para la una de la tarde, el coordinador se pone de pié y llama a los bajadores, uno por uno, a cada cual le asigna un recogedor. Cuando los bajadores llevaban mochila para coger los mangos el recogedor hacía de ‘Ascensor’, es decir, esperaba desde el suelo a que el bajador llenara su mochila de mango para recibirla y acomodar lo bajado en canastillas de color rojo. Este proceso se realiza cuando el producto es para exportar. Cuando tocaba halar los mangos con gancho, estos caían al suelo y el recogedor debía agruparlos y llevarlos hasta las canastillas antes de que el bajador concluyera con la línea de árboles que le habían asignado, estos mangos al igual que los acumulados en la mañana eran echados en las canastillas amarillas.
A las 3:00pm el cansancio era casi insoportable, el sudor ya había empapado la ropa que tenía puesta, el agua del termo se había acabado y la sed aumentaba al igual que el calor. Fueron los minutos más largos del día, pero había que aguantar como sea hasta las 4:00pm, ni un minuto más ni un minuto menos.
“¿Quién tiene hora?”, gritó uno de los recogedores más antiguos; “Faltan 5 pa’ las 4”, contestó otro recogedor… “bueno ya vamos saliendo”, agregó el recogedor antiguo.
La jornada había concluido, nos dirigimos para el punto donde se estaban cambiando todos, nos lavamos las manos en una alberca, firmamos la lista de asistencia y partimos, unos en moto y otros en bicicleta.
Fueron cinco días que me dediqué a este oficio en el que conocí y compartí con personas que han sustentado a su familia con este quehacer, en el que se arriesga más de lo que se gana. La lluvia hizo que los mangos maduros por sí solos cayeran, por lo que prescindieron de los servicios de los más novatos antes de que terminaran los 4 ó 5 meses que dura la cosecha. Regresé a mi casa con la sensación de que había ganado algo más valioso que dinero. Recogí esta historia y no fue del suelo, sino de las ganas de seguir bajándolas de la vida.