La política, el arte de gobernar, se muestra en toda su expresión a pocos días de realizarse las elecciones presidenciales en nuestro país. De la ilusión de servir al pueblo, a la realidad de la vieja lucha por el poder.
Por Jorge Sarmiento Figueroa – Editor general
Yo, Jorge Mario Sarmiento Figueroa, identificado con cédula de ciudadanía 72.257.464 de Barranquilla, expreso mi descontento con las elecciones que se avecinan en Colombia y me niego a simular que hago parte feliz de la sociedad simplemente porque el domingo salga a participar con un voto que considero innecesario.
Aunque sea iluso creer que la política es para buscar el bien común, inicio con esta convicción, ejerciendo mi ciudadanía de la manera en la que considero más responsable: escribiendo un análisis sobre el panorama político que vivimos. Subrayo el bien común y paso a expresar mis argumentos:
La lucha encarnizada en que se debaten los candidatos a la Presidencia de Colombia, especialmente Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga (este último bajo la tutela de Álvaro Uribe Vélez), refleja hasta dónde puede llegar un ser humano por la ambición de adquirir, de arrebatar, de mantener o perpetuarse en el poder.
El Presidente y candidato a reelección Juan Manuel Santos se defendió públicamente esta semana de los ataques de la dupla de Álvaro Uribe y Oscar Iván Zuluaga, con la siguiente frase: «En la lucha por el poder se ve lo peor de la condición humana».
Parecería una frase filosófica de un profesor universitario, sin asidero en la realidad. Pero más real no puede ser si la dice quien nació en la cuna de los poderosos de Colombia y la usa para contra-atacar a quien también nació con la aureola de los apellidos de abolengo y era hasta hace poco, justamente, su jefe político: Álvaro Uribe Vélez.
En la mitad, cortados por la misma tijera de plata, están Enrique Peñalosa, Clara López, Marta Lucía Rámirez y Oscar Iván Zuluaga, este último un hombre que no deja de sorprender porque, a pesar de ser tan preparado intelectualmente y de tener tanta experiencia en su trasegar público y privado, ha incluso entregado su personalidad y carácter para que otro la maneje con tal de él poder lucir una banda presidencial.
Todo el andamiaje de denuncias, espionajes y boicoteos de parte y parte no son, entonces, más que una abierta y descarada pugna para ver quién se queda con el primer poder de Colombia, ese poder de decidir cosas tan diversas como los límites con otro país, o qué sustancias son consideradas dañinas o benévolas para la sociedad, o qué zonas se mantienen o dejan de ser santuarios naturales para convertirse en explotaciones mineras. Las facultades indirectas de un Presidente llegan a ser tan amplias, que puede decidir si en un pueblo perdido en el mapa del territorio colombiano habrá tres o cuatro nuevas plazas para profesores de primaria. Si se construirá un colegio o no, para decirlo de manera más simple.
Pero que una sociedad, en cualquier tiempo o lugar, haya entregado en una sola persona ese dominio, refleja también la debilidad en la que vive la condición humana. Que dos personas se peleen con todas las armas posibles por el poder de llegar a gobernar solo puede ser el resultado de que millones de personas han dejado de decidir por sí mismas, que han entregado su presente y futuro a la decisión de unos pocos porque ellas mismas no tienen las facultades ni la conciencia para asumir su responsabilidad, para ser autónomas en su relación con el mundo que las rodea. En otras palabras, a los seres humanos parece que nos resulta más fácil que otros pongan fronteras reales e imaginarias a nuestras vidas, y no tener que enfrentarnos así a las difíciles y a veces hasta horribles responsabilidades de pensar y elegir nuestro propio camino.
Por esa entrega de las propias decisiones nacieron los políticos modernos. Una cosa eran los pueblos pequeños de veinte casas de barro y caña brava donde se reunían los «sabios de la tribu» a escucharse y proponer caminos, y otra cosa son las grandes civilizaciones en las que solo un puñado de hombres tienen la capacidad ambiciosa de dirigir los destinos de millones.
El sofisma de distracción es decirle a ese resto masificado que sus votos son los que deciden, que ir a las urnas y rayar el nombre de un candidato es el poder real de la sociedad.
Los jóvenes, que aún no necesitan puestos, contratos ni prebendas, ni están coaccionados por el poder; y los artistas, que a pesar de ser de carne y hueso se resisten a dejarse dominar el espíritu, todavía tienen la capacidad de soñar en una armonía de decisiones autónomas. Por eso la abstención en Colombia y en otros países crece a pasos agigantados, millones de personas se han alejado de la política porque esta dejó de ser hace siglos el fiel reflejo de las decisiones colectivas, del bien común. Hoy a la mayoría de los jóvenes no les interesa la política ni los políticos. Esa es una realidad que demuestran las estadísticas de votación.
¿Para usted qué es la política? «Para mí la política es un mal necesario», respondió hace poco un Representante a la Cámara por el Atlántico recién elegido al Congreso de Colombia.
Con esta simpleza de aceptar el «camino maligno» sencillamente porque está el supuesto de que es real, de que existe y es una necesidad, es que a la gente se le fuerza a convertirse en ovejas de una manada, se les impulsa como en las religiones a ser ciegos de razón, a que no piensen sino que voten. Se les dice que si no lo hacen terminarán aislados.
Y los medios de comunicación se suman al juego para que la manipulación llegue a todos los rincones posibles. Como lo dijo el curtido periodista costeño Juan Gossaín: «La información periodística en esta campaña presidencial se entrega según el bando en el que esté el periodista o el medio». Si se está con Santos o con Zuluaga, los periodistas están divulgando la información para atacar a uno y defender a otro, como si se tratara de una guerra por el poder y no de la búsqueda concertada de caminos para un mejor futuro.
Muchos saldrán a votar y serán llamados ciudadanos. Yo me quedaré leyendo en compañía de un artista pintor… y seguiré siendo ciudadano.