Ostentar el poder de influir en los demás puede causar urticaria cuando vemos que alguien pueda usarlo en contra nuestra.
Por Jorge Mario Sarmiento Figueroa
Las letras colombianas están agitadas por un pleito de género. Y aunque es un asunto de tal índole que llegó a la Ciudad luz, parecería que ahora solo es protagonizado, abanderado, por el desencuentro de dos columnistas de un mismo medio de comunicación de Colombia: Catalina Ruiz-Navarro y Juan David Torres, ambos de El Espectador.
Para entrar de lleno al asunto copio en esta cháchara un párrafo tal cual fue expresado por Catalina Ruiz-Navarro en su defensa titulada Tocarles los huevos a los toros sagrados de la literatura, por la contra columna que le dedicó Juan David Torres en el mismo diario. «Creer que uno tiene el derecho y la autoridad para pontificar cuáles son los criterios de lectura correctos o quién lee bien y quién no es de una arrogancia epistemológica que solo puede nacer de la ceguera ante los privilegios propios».
Resulta que ambas plumas, Catalina Ruiz-Navarro y Juan David Torres, se engarzaron en una disputa que quisiéramos llamar intelectual pero que ya se va pareciendo más al ruido que provocan casi a diario en redes sociales y medios de comunicación los políticos de patio veintejuliero, empezando por el innombrable.
Copié el párrafo de Catalina Ruiz-Navarro sobre lo que ella enuncia como criterios de lectura, porque me acordaba ahora que todo esto empezó con que había un evento de literatura en Francia para el que dicho país solo seleccionó para representación de Colombia a escritores (hombres) y a ninguna escritora. Esa decisión generó de inmediato una reacción masiva del género femenino -y de varios hombres también- contra el ministerio de Cultura de Colombia. Pero lo que empezó con una reflexión intelectual y filosófica que situaba al país en una loable madurez sobre el deseado nivel de equidad, pronto fue tornándose visceral, apasionado, hasta el punto que si uno entra a las redes sociales ve árbitros, amazonas, porristas, gladiadores y a veces en alguno de los encontrones hasta llaman al Esmad. Como el cangrejo, por «criterios de lectura» y el miedo a ser criticados (o criticadas), las buenas intenciones terminaron echando para atrás los pasos hacia adelante.
Al menos los alaridos no han terminado de sepultar el precedente de que Colombia tiene muy buena representación de escritoras que alzan la voz con su obra. El sello de su accionar es que ellas firmaron una carta que por sí sola logró resonancia nacional e internacional sin que ninguna haya necesitado afirmar su valía en las costuras de género que le ven a los escritores masculinos. Su valor no lo sustentaron en que sean mejores escritoras que los escritores, ni que sus obras sean gemas de la perfección en comparación con el infierno construido por los autores hombres. Para ellas el meollo reside en que un país, una sociedad, una civilización, es el resultado de la equitativa diversidad, de las múltiples visiones. En literatura lo demuestran sus libros.
Catalina Ruiz-Navarro y Juan David Torres llevan ya dos columnas seguidas cada uno en un extraño universo donde las peloteras se resuelven según el tamaño de los huevos y las tetillas. Si de esa perorata logran sacar una canción, podemos llamar a Bomba Stereo para que les haga una presentación como la que la banda hizo en los Grammy Latino, aunque tampoco a ellos les gustó que los criticaran, porque parece que en Macondo nadie salvo los Buendía pueden decir: Soy yo.