El escritor y columnista Jorge Guebely analiza cómo se construye una realidad con el lenguaje hablado y también cómo se distorsiona según el interés de cada quién. Para explicarlo, el mejor ejemplo es la política en Colombia.
Por Jorge Guebely
Razón tenía Hölderlin al considerar el lenguaje como ‘el bien más precioso y a la vez el más peligroso’. Al mismo tiempo, esclarece la comunicación entre los hombres y les crea las peores distorsiones. Lenguaje que en vez nombrar realidades, nombra espejismos. No conduce al cielo sino al infierno. Lenguaje de la serpiente en el paraíso.
Compitió con el lenguaje de los dioses y lo expulsó de la conciencia humana. Según Borges, la realidad primera es la voz de Dios. ‘Entonces Dios dijo: «Hágase la luz». Y la luz se hizo. Ya casi nadie mira la luz para conversar con algún dios, como lo hacían los poetas románticos. La verbosidad de los humanos lo cubre todo. Hombres y mujeres ven a través de los oídos, ven lo que oyen, no lo que miran. Si un charlatán, otro líder más, expone en plaza pública el entresijo de sus interpretaciones, de inmediato, una muchedumbre sucumbe ingenuamente a su dialéctica devoradora.
Basta oír atentamente un discurso político para advertir con claridad el peligro señalado por Hörderlin. Cada líder ondea su propio verbo. Lenguaje vivo que se confronta y se vuelve a confrontar como la serpiente que se enrosca y se vuelve a enroscar. Discurso para construir quimeras y evadir realidades primigenias.
Según ese discurso distorsionado, no hay guerra en Colombia en el verbo del senador Uribe. Tampoco hubo paro campesino en la alocución presidencial. Ni hay motivaciones de iniquidad y exclusión social para las permanentes manifestaciones de ciudadanos y el ingreso de los jóvenes a los ejércitos irregulares. Predomina el discurso de la bala o el diálogo como única solución al conflicto armado, no el respeto a la vida de todos los colombianos.
Lenguaje político infectado de artilugios vanos: los soldados son héroes y los guerrilleros, delincuentes; ‘asesinato’ la muerte de un soldado, una ‘baja más’ la de un guerrillero. Al líder insurgente llaman ‘cabecilla’ y ‘comandante’ al del ejército. Las víctimas de las Farc ameritan reparación pública, moral y económica; las otras, merecen el olvido. Las guerrillas deben pedir perdón públicamente a sus agraviados; no los paramilitares, ni lo militares, ni los políticos.
Discursos sin contenidos humanos, con contenidos políticos, discursos pendencieros. Ocultan la tragedia nacional: insurgencias, paramilitares, políticos militares o civiles, han sido los permanentes victimarios en un país donde abundan las víctimas por doquier.
Toca superar el error de creer más en el oído y menos en los ojos, cuidarse de los cantos de sirenas que transportan los discursos políticos, para salir esta tragedia de desfalco humano.